Una villa en búsqueda de una ciudad
7.11.2017
Por Jordana Timerman
Cercada por vías de tren, muros, una autopista y el miedo a la inseguridad, la Villa 31 es casi inaccesible. No es el barrio informal más grande de Buenos Aires ni tampoco el más abandonado. Pero es quizás el más emblemático de los barrios que ocupan irregularmente terrenos públicos, antiguamente denominados “villas miseria”.
Se estima que más de 33.000 personas viven en las casas de obra limpia que se elevan al costado de los barrios más pudientes de la ciudad, un incongruente enclave de pobreza en medio de la riqueza concentrada. El barrio sobrevivió la violencia de la última dictadura militar y la desidia de más de tres décadas de democracia. Durante ese tiempo, cualquier atención oficial siempre apuntó hacia el desalojo.
Sin embargo, en los últimos años, esfuerzos de activistas lograron proteger a los residentes con una ley local que prohíbe la expulsión forzosa de sus habitantes y obliga al gobierno a darle a la Villa 31 acceso a servicios de electricidad, agua y aseo; crear espacios públicos, y mejorar las viviendas existentes. Reconoce los derechos de los que ahí viven y la comunidad que crearon.
El año pasado, el gobierno porteño prometió una inversión millonaria para el Barrio 31, como ahora lo denominan algunos. Pero el cumplimiento de la demanda histórica no puede asegurar que la villa estará a salvo. A sus habitantes ahora los amenaza la gentrificación, un enemigo más insidioso que las topadoras que históricamente lo acecharon. La gentrificación es el proceso de renovación urbana que provoca el aumento de alquileres y el desplazamiento de los habitantes tradicionales de un barrio determinado. En el caso de la 31, las políticas de regularización de tenencia e inversiones de infraestructura podrían desplazarlos de forma sutil pero definitiva.
Hay una aparente paradoja: los residentes reclaman mejoras y tenencia legal de sus hogares, pero estas aumentarían el valor de sus tierras provocando la especulación inmobiliaria. Gracias a su peculiar ubicación, la 31 tendría un muy apetecible valor de mercado.
Por eso, la llamada urbanización de la 31 simboliza un momento de disyuntivas para el barrio, pero también para la ciudad. Propiciar la destrucción del barrio mediante financiamiento público continuaría décadas de políticas que resultaron en una ciudad crecientemente segmentada y desigual. Los porteños debemos rechazar la simplista dicotomía entre la gentrificación y la desidia.
Las políticas para la 31 deberían contemplar la relevancia de la ubicación para sus residentes, así como también el valor de la comunidad como parte de una ciudad diversa. Es decir, un proyecto enfocado en el aprovechamiento equitativo de las urbes y el derecho colectivo a influir en su formación, lo que en los estudios urbanos modernos se conoce como el derecho a la ciudad.
Detrás del destino de los residentes de Villa 31 también surge una pregunta acerca de qué tipo de ciudad buscamos crear. Algunos de los residentes históricos se esfuerzan por mantener la comunidad. “Tenemos que tener cuidado para que no sea un barrio solo de gente pudiente”, cuenta Teófilo Tapia, un conocido activista local. El reconocimiento al derecho de vivir ahí “lo ganamos luchando”.
No hay duda de que Villa 31 está cambiando. Las paredes del barrio hoy se encuentran tapizadas de carteles oficiales que prometen obras urgidas; las inversiones han comenzado a llegar y a hacerse visibles. Los adoquines ya recubren algunas calles que hace poco eran de barro y se inundaban con la lluvia. Las canchitas de fútbol adquieren el vibrante color de pasto sintético y ha comenzado la construcción de nuevas viviendas. Los titulares de los diarios pregonan el arribo de Mc’Donalds, organismos públicos municipales y hasta una sede del Banco Interamericano de Desarrollo. Funcionarios apuestan por la integración del aislado barrio y hablan de crear un mercado como La Boquería de Barcelona. Los críticos más férreos de la renovación, que incluyen grupos de residentes, señalan que ha habido una planificación deficitaria, trabajos mal hechos y sospechas de corrupción. Pero las obras y la atención oficial son señal de esperanza para personas acostumbradas a vivir entre la pobreza y el abandono de las autoridades.
Un tramo de autopista que atraviesa la zona sirve mirador de una prolija manzana de casas intervenidas por el gobierno porteño como parte de un plan piloto para la urbanización de la villa.
Algunos observadores, como Facundo di Filippo, ex legislador y autor de la Ley de urbanización, denuncian que las intervenciones públicas provocaron que los dueños de esas casas aumenten de inmediato el precio de alquiler. Se estima que casi la mitad de los habitantes del barrio podrían ser inquilinos informales. Aumentos de este podrían llevar a su desalojo afectando la continuidad de la comunidad, una cuestión central para las políticas que al final se apliquen.
Tampoco sorprendería presenciar la tendencia gradual hacia la construcción de viviendas de lujo, como lo han visto en la últimas dos décadas los habitantes del Lower East Side de Nueva York. Incluso un proyecto inmobiliario de alta gama que se haría en la zona promete una “sinérgica inversión con las obras del Gobierno de la Ciudad”.
Otros barrios informales en América Latina enfrentan problemas similares. Los residentes más pobres de las favelas de Río de Janeiro han sido desplazados por mejorías públicas. Y los barrios donde se regularizan tenencias informales corren mayor riesgo de recambio poblacional. Es un fenómeno difícil de cuantificar, pero la organización de sociedad civil Rio on Watch documentó a más de mil extranjeros que se habían mudado a una favela bien ubicada antes de las Olimpiadas de Río de 2016. Los alquileres en esa zona se han mantenido elevados a pesar de la recesión que afecta al país. Estos cambios evidencian las dificultades que la integración genera para los más pobres.
Hay mecanismos legales que apuntan a prevenir este tipo de desplazamiento. En Buenos Aires, como en varias ciudades de la región, se han propuesto limitar la venta de estos terrenos durante un tiempo. Aunque la medida restringe la acción individual, se protege la inversión estatal, argumenta Di Filippo.
Organizaciones locales proponen mecanismos que le permitan a los residentes más libertad con sus propiedades pero prevengan la especulación inmobiliaria. Jonatán Baldivieso, presidente del Observatorio del Derecho a la Ciudad, dice que estos mecanismos pueden incluir limitaciones al tipo de edificación que se puede construir en los terrenos, prohibir la unificación de varios terrenos o requerir permisos gubernamentales más estrictos para cambios a las construcciones.
El gobierno ha dado indicios de apertura hacia estas medidas que son una suerte de camino intermedio en la disyuntiva entre la necesidad de desarrollo y la dañina estratificación social del mercado que enfrenta la ciudad con la Villa 31.
La inversión y legalización que se promete para la 31 es importante pero insuficiente. El desplazamiento de los actuales habitantes sería un empobrecimiento para la comunidad y la ciudad. La integración no debería ser erradicación. Un desafío central en la renovación de Villa 31 es no idealizar la pobreza ni condenar a los residentes a la supuestamente pintoresca informalidad de la “favela chic”. Para superarlo, el gobierno debe asegurar la protección del barrio y los derechos adquiridos de quienes lo formaron.
Es justo para los residentes, pero también fomentará una mejor ciudad para todos los porteños.