Buenos Aires en Uber
23.12.2017
Por Santiago Gómez
El desempleo aumenta y la remisería por aplicativo es la opción para parar la olla. Una crónica de la cambiada Buenos Aires.
Activé el wifi mientras esperaba junto a la cinta que descargaran mi mochila del avión. Me fijé cuánto costaría un Uber desde Ezeiza hasta Villa del Parque, dio casi trescientos pesos, unos sesenta reales. Cuando pasé la aduana lo pedí. El aplicativo me informó que debía alejarme de la puerta del aeropuerto para encontrar el auto, supuse que para evitar problemas con los taxistas. Le mandé un mensaje al conductor diciéndole que una vez que saliera del aeropuerto quedábamos incomunicados, no había cargado crédito en el chip que utilizo cuando vuelvo. Cuando vi en el celular que el auto ya estaba dentro del aeropuerto, fui hasta donde entendí que debía esperarlo. Después de cinco minutos el hombre me llamó al teléfono que yo no sabía el número. Estoy de bermudas, camisa floreada, ojotas y una mochila amarilla, le dije para que pudiera ubicarme. Ahí te vi, me contestó.
Quienes trabajan con Uber están obligados a hacerse los simpáticos, mostrarse serviciales, ofrecerte un caramelo, porque los usuarios tienen que puntuarlos cuando se bajan. Siempre dejo pasar ese momento para después comenzar con las preguntas. Fue mi segundo viaje a Buenos Aires en los últimos tres meses, después de pasar dos años sin ir. El tiempo cambió. Cambió el tono de la situación. Se tensó y la sociedad se ve en caída. Como cuando un barco entra en picada, están los solidarios, los que tienen de donde agarrarse y no se preocupan más que por su cuerpito y los que están jodidos y saben que si la nave no endereza, tarde o temprano se van a ahogar. Uber es la cuerda de la que se agarraron los laburantes para que el agua inflacionaria les permita no tener que cambiar de camarote.
En mi anterior visita a Buenos Aires pedí un auto desde Villa del Parque hasta la estación Tronador del subte para ir a la marcha por el primer mes de la desaparición de Santiago Maldonado. Esa mañana se me retorció el estómago al escuchar caminando por Nogoyá el pedazo de una conversación entre dos trabajadores de comercio que fumaban en la vereda. Uno le decía al otro que Santiago no era ningún nene de pecho, era familiar de un líder Montonero, tío del yerno de Cristina, el otro le respondía que los Kirchner también habían sido terroristas.
Después de las gentilezas del conductor, de que el hombre se quejara del tránsito, con mi mejor tono de boludo dije ªAh, claro, debe estar todo cortado porque hoy está la marcha por ese chico ¿No?” – quería saber qué pensaba. Sí, me contestó el hombre. Pobre familia, agregué. “¿Pobre familia?”, dijo el conductor y me di cuenta que cual pollo estaba hinchado de hormona mediática. ¿Usted tiene hijos?, le pregunté. Contestó que sí y yo opté por quedarme en silencio, silencio que el hombre consiguió mantener hasta los cien metros del destino. ¿Y por qué no colabora la familia con la investigación entonces?, arremetió de nuevo. De nada sirvió que le dijera que era falso lo que estaba afirmando, la cabeza del hombre estaba tomada.
Cómo viajó, de dónde viene, fue lo que quiso saber el conductor que me fue a buscar a Ezeiza. Yo quería saber qué hacía ese hombre de más de cincuenta años antes de manejar por tan poca plata, poniendo en riesgo su capital. Tenía un emprendimiento, pero no me fue bien, contestó. Me contó que había montado un trailer para vender distintas variedades de café, pero que los organizadores de los eventos donde se juntan todos los “food trucks” le pedían mucha plata por participar y él no podía juntarla por más atractivas que sea el café en capsulitas, así que vendió el trailer, se compró un auto y ahora se pasa el día manejando.
– Es que las cosas cambiaron, el precio de las cosas sube, por lo que la gente cada vez gana menos y después no tiene para gastar – dije.
– Eso no es cierto, para gastar tiene, mire que a mí con el Uber me va bárbaro.
– ¿Pero no cree que se tomaron medidas que afectan al bolsillo de la gente?
– Pero qué quiere, señor, los otros se robaron todo.
– ¿Y antes del emprendimiento que tenía?
– Trabajaba como administrativo en una multinacional, pero me echaron a mitad del 2016.
– ¿O sea cuando estaban los que se robaron todos usted tenía trabajo?
– Pero qué tiene que ver una cosa con la otra, señor. Mire, no es que yo defienda a la empresa, pero algo de números entiendo. Cuando los números no cierran hay que ajustar, y qué le vamos a hacer, me tocó a mí.
El siguiente Uber que pedí lo manejaba un jubilado. Lo supe porque le pregunté si se había quedado sin empleo, me dijo que manejaba para no pasarse el día en casa. Hacía dos años que estaba jubilado y unos pocos meses que trabajaba como conductor. Volví a mi táctica de tratar de sacarle cuál era su lectura de la realidad, sin confrontarla con la mía, simplemente tratando de jugar con las palabras del hombre. Simples ejercicios de psicología experimental, en los que una y otra vez alimento mi tesis de que las ideas tienen las mismas propiedades que una fuerza, para despuntar el vicio de psicólogo que ya no trabaja de psicólogo. Como cambiaron las cosas, le dije.
– Era hora ¿No? Ya no se podía seguir más así.
– ¿Usted estaba económicamente mal hace tres años?
– Disculpe, pero creo que no se trata de pensar solamente en uno, las cosas estaban mal, se estaban robando todo – dijo con un tono ameno que sólo podía explicarse porque en mi mano tenía la posibilidad de elegir entre cinco estrellitas para calificarlo, un taxista sin dudas levantaba el tono.
– Pero usted me dijo que maneja desde hace seis meses y que está jubilado hace dos años. ¿Antes le alcanzaba la plata? – el hombre se quedó en silencio y luego arremetió.
– Es verdad que las cosas están más caras, no voy a hacer como los otros que no reconocían nada, pero se tenían que ir, para mí se tenían que ir. Seguro que se tomaron decisiones difíciles, pero qué quiere que le diga, los otros dejaron una bomba era obvio que iba a explotar.
El tercer conductor me pasó a buscar por la casa de un compañero en Caballito el día de la marcha por la orden de detención a Cristina. Eran las doce de la noche y el hombre todavía trabajaba. Pasó lo de siempre, su gentilidad, mi pregunta por cuánto hacía que trabajaba con Uber, qué hacía antes y el hombre, que estaba del lado más pesado de los treinta, igual que yo, me contó que trabajaba de portero en una empresa y que lo habían echado. Demoró dos semanas en conseguir trabajo. “Pero antes trabajaba 120 horas al mes y ganaba 25 mil pesos y ahora tengo que hacer 250 horas por mes para hacer la misma plata, porque en el trabajo que conseguí me pagan 14 mil por mes”, me contó el hombre.
“Mirá, yo no es que sea kirchnerista…”, comenzó la frase y recordé lo que me dijo un padre que adopté en la vida, que en el setenta y cinco se exilió en Venezuela, y que hace unos pocos días me fue a visitar a Florianópolis: “Nos están persiguiendo, esto es peor que en el cincuenta y cinco, están con el odio desbocado, reunión a la que vas parece que te quisieran matar, que uno no tiene derecho a desplegar su identidad”. El conductor siguió:
– … no vaya a pensar eso porque no lo soy, pero con el anterior gobierno yo estaba mejor, la guita alcanzaba, yo no tenía que pasarme catorce horas afuera de casa, hoy no veo a mis hijos, llego a la noche están durmiendo y mi mujer sola tiene que hacerse cargo de todo lo de la casa. Yo no le voy a decir que no robaban porque seguro que robaban, todos roban ¿O lo que hizo este con el Correo no es un robo? No vaya a creer que soy kirchnerista, porque no lo soy, pero yo vi el debate y este hombre hizo todo lo que dijo que Scioli iría a hacer, al final yo me quedé sin trabajo con este tipo.
El último Uber que me tomé me llevó de regreso al aeropuerto. El hombre me pidió que me sentara adelante, por temor a que lo agredieran los taxistas. El conductor pasaba los cincuenta años, tenía el pelo canoso hasta los hombros, a los costados, arriba estaba todo pelado. Era uno de los 3.500 periodistas recién despedidos, trabajaba en Continental, su mujer lo hacía en otra radio, de la cual no recuerdo el nombre. A ella la indemnización se la van a pagar en ocho cuotas. De todos los conductores fue el único que me reconoció abiertamente su posición, compartió la bronca que le producía que sus padres jubilados apoyaran al gobierno.
– Porque claro, se piensan que total mi hermana y yo los vamos a poder ayudar como hacíamos antes ¡Pero yo ahora soy remisero! Que la gente se haga la importante y diga que pide un Uber, todo bien, pero esto es un remís que llamás por aplicativo, no jodamos. Yo lo primero que hice cuando me echaron fue ir a la remisería del barrio, pero ahí tenés un orden para los viajes, acá te mandan de un lado al otro directamente, de acuerdo a quién es el que está más cerca.
Cuando le conté que vivía en Florianópolis el hombre me dijo que estaba con ganas de irse del país. Comenzó a preguntarme por el costo de vida acá, la cantidad de dinero que necesitaría para alquilar y ese tipo de cosas. Le aclaré que no es fácil conseguir trabajo como extranjero y él me respondió que ya había averiguado en Uber, que le actualizaban la plataforma y que podría trabajar aquí. Como chofer de Uber vas a poder vivir, no necesitás conocer la ciudad, pero te vas a tener que pasar el día adentro del auto, le avisé. ¡Qué carajo me importa con tal de no tener que ver más a estos hijos de mil puta todos los días y tener que escuchar la indiferencia e insensibilidad de esta gente!, contestó el hombre que sabía que estaba entre compañeros. Cuando llegamos a Ezeiza el hombre me dijo “por algo me tocaste vos como pasajero mientras yo estoy pensando en irme a vivir a Brasil”. Nos despedimos, como si nos conociéramos de antes. Yo recordé que dieciséis años atrás era uno de los que lloraban en Ezeiza despidiendo familiares que se iban a vivir a España después del estallido.