El Frente de Artistas del Borda: 38 años luchando contra la medicalización a través del arte
14.1.2018
Por Alfredo Aracil
Un grupo de artistas lleva, desde los 80, batallando por los derechos humanos y contra la medicalización de los cuerpos en Argentina. Son el Frente de Artistas del Hospital José Tiburcio Borda de Buenos Aires.
Piensas que no te va a afectar. Que cada nueva visita es una muesca más en el proceso de insensibilización, de poder caminar algún día por un psiquiátrico como quien pasea una tarde de domingo. Con todo, algunos profesionales consiguen reducir su trabajo a una cuestión técnica: un método, un protocolo y una pericia. Otros, por el contrario, nunca lo consiguen, haciendo de su vida una revuelta permanente, a veces contra sí mismos. Es el caso del Frente de Artistas del Hospital José Tiburcio Borda de Buenos Aires: un grupo de artistas que, desde los 80, lleva batallando por los derechos humanos y contra la medicalización de los cuerpos, en una guerra en la que la hostilidad de los políticos y la incomprensión de algunos trabajadores de salud mental no cesan. En resumen, una vida atravesada por la locura, que, en la tradición estudiada por Michael Foucault, era una noción ubicada en la tensión entre verdad y mentira. Hubo un tiempo en que el loco se creía un rey.
Las palabras son importantes
No es lo mismo un loco que un enfermo mental. Y tampoco es lo mismo un asilo que un centro de día. Tras la reforma de la asistencia psiquiátrica que se expandió desde Italia durante los años 70, en principio, desaparecieron los manicomios. Y los locos, por arte de magia, se convirtieron en enfermos que podían entrar y salir libremente del hospital, tener una casa propia, disfrutar de su familia o, incluso, trabajar como cualquier otro adulto. Pero lo que parecía una victoria en la lucha por los derechos humanos y la dignidad de una tropa de internos que malvivían atados, drogados y abandonados en lúgubres invernaderos del yo, si bien significó el fin del encierro y del régimen más punitivo, no consiguió terminar con el sufrimiento y la marginación. Ni tampoco con el análisis exhaustivo, el seguimiento y la corrección que la psiquiatría -hoy neuropsiquiatría- efectúa sobre nuestros miedos, deseos y placeres. El proceso de medicalización y patologización del anormal se ha extendido a todo el cuerpo social, haciendo de cada vida una enfermedad.
Hasta aquí el relato de cómo el neoliberalismo, apoyado en el giro biologicista que propone manuales de diagnóstico, sesiones de coaching y libros de auto-ayuda, atravesados de mensajes que promueven la cultura del sujeto-empresa, enferma y al mismo tiempo comercializa una cura. Mientras los sanos triunfan en los negocios, los débiles, en la medida que son demasiado sensibles o raros para los estrechos límites de nuestra existencia normalizada, son tratados con fármacos cada vez más agresivos y terapias cada vez menos políticas que vierten la culpa del malestar sobre la falta de aptitudes o capacidades emocionales, al tiempo que ocultan de qué manera la precariedad laboral o la violencia estructural del sistema financiero no producen más que dolor y miseria. Este es un relato supuestamente universal, situado en la era del posfordismo, en el modo en que las condiciones de vida del cognitariado se constituye en un fenómeno global. Aplicable, por lo tanto, también en contextos no occidentales -como Argentina-, donde la realidad es siempre ambigua. En este sentido, mientras en España la Transición significó, al menos en el papel, el cierre de los hospitales psiquiátricos -en realidad privatizados o dejados en manos de órdenes religiosas-, en otros países “menos desarrollados” la situación apenas ha cambiado desde los años 80: grandes manicomios de titularidad pública, cada vez más vaciados de recursos y personal, que se mantienen abiertos con enormes poblaciones de internos, subrayando el hecho de que la enfermedad mental sigue atravesada por el signo de la exclusión social y la pobreza.
Una mañana en el Hospital del Borda
Buenos Aires es una ciudad de contrastes. Toda esa mitología del “somos europeos”, los edificios nobles, junto con los hábitos de burguesía ilustrada, como la literatura, el psicoanálisis o las cafés de salón. Y, por otra parte, el realismo sucio, el magnetismo de una ciudad oculta dentro de la ciudad, de un peligro intermitente, sin rostro, que se deja ver como un espejismo de lo que una vez fue Sudamérica. Recorrer la ciudad de norte a sur es viajar, varias veces, a través del tiempo. En ese trayecto de anacronismos que van y vienen, el Borda se levanta camino a La Boca. Mitad vestigio, mitad monumento. Una constelación de pabellones destartalados, de varias alturas, con dependencias y más dependencias sin uso aparente, todas de aspecto abandonado, como un hotel ya sin turistas. El enorme complejo se dispone en torno a lo que algún día fue un prolijo parque central; donde los árboles y la vegetación han impuesto su ley colonizadora, indiferentes al dolor de los métodos carcelarios que todavía siguen vigentes en el Hospital. Apenas una mueca de la mezquina sofisticación y la energía que un día fue capaz de movilizar la psiquiatría en tanto que tecnología orientada al gobierno de los cuerpos y las almas.
El Hospital Psicoasistencial José Tiburcio Borda es la principal institución dedicada a la salud mental de Argentina. Fundada a mediados del siglo XIX, el hospicio fue modernizado y vuelto a abrir, en 1967, con el nombre de José Tiburcio Borda, entonces titular de la cátedra de Psiquiatría de la Universidad de Buenos Aires. En la línea de los asilos religiosos de otras grandes capitales, el Borda se dedicó, desde su origen, a internar a sujetos monstruosos a los ojos de la sociedad. En principio en manos de médicos alienistas, pero sobre todo espacio de beneficencia, el lugar fue pionero en prácticas humanistas como la creación de orquestas de pacientes o, también, tratamientos de tipo moral que hacían hincapié en la necesidad de pensar el hospital como un espacio de libertad y bienestar. Política que durante la gestión de José María de Uriarte, en torno a 1880, significó la apertura de talleres de carpintería, zapatería o lavandería, junto con una concurrida huerta.
Este proceso de psiquiatría proto-comunitaria, en verdad cargado de teoría higienista, culminó con la llegada del siglo XX, cuando los medios informan de la instalación de “amplios salones, luz eléctrica y servicio telefónico”. Modernización que contrasta, sin embargo, con una precaria atención terapéutica que, sumada a los primeros problemas de recursos económicos, afectaba a una población de internos en ascenso, cercana a las 6.000 personas. La cifra fue disminuyendo gradualmente hasta los 1.400 internos que, supuestamente, son atendidos en la actualidad. Nos movemos, en todo caso, en el campo de las cifras oficiales. Desde luego poco fiables, sobre todo si atendemos al flujo de personas que se acercan a recibir asistencia, en un ir y venir de familiares y usuarios, convirtiendo El Borda no ya en una nave de locos, sino en un acorazado a punto de zozobrar. Todo el complejo está visiblemente deteriorado, a tiro del derrumbe. Además cuenta con problemas de abastecimiento de gas y con unos baños que no se pueden usar. La viva imagen de lo que debía ser un psiquiátrico hace 40 años, con estancias propias de una película de terror, coronadas por largos pasillos de azulejo verde donde se dejan ver los internos cuando salen en bata y zapatillas a fumar. Por supuesto, ya no se ven camisas de fuerza, solo los signos de un manto químico que envuelve las caras y los gestos de los internos en una densa bruma. En definitiva, la suma de las contradicciones que vive la salud mental en la actualidad, en un callejón sin salida, y no sólo en Argentina, recluida en el ámbito de la medicina, pero sin capacidad alguna para curar o, al menos, responder a un sufrimiento y malestar que posee, en gran medida, una clara connotación política.
Invitados por Alberto Sava, fundador y director del Frente (en adelante FAB) visitamos El Borda una mañana de diciembre. Alberto nos espera en el hall. Subimos juntas, a pie, varias plantas en busca de su despacho. La estancia no se conserva mejor que el resto de dependencias. Está decorada por afiches, en blanco y negro, de los festivales y encuentros que anualmente el FAB ha venido celebrando. Nos sentamos en tres sillas, alrededor de una mesa verde, también de formica. Es el único mobiliario visible: ni rastro de ordenadores o teléfonos. Solo una pequeña y amarillenta biblioteca, en otra sala anexa, que parece desalojada a la carrera. Al parecer, están a punto de trasladarse a otro lugar -todavía peor equipado-, en lo que supone un nuevo episodio en el tira y afloja que el FAB mantiene con las autoridades abiertamente macristas del Borda. Me acompaña Florencia Rodríguez Giles, artista con quien vengo discutiendo sobre cómo trabajar con enfermos mentales más allá de su diagnóstico, es decir, planteando su diferencia como un desplazamiento en las formas de percibir y en las actitudes estéticas imperantes.
Alberto comienza su relato contándonos cómo el psicoanalista José Grandinetti, entonces jefe de Psicología del Borda, se puso en contacto con él para sumarlo al proyecto de transformación que se estaba gestando en el Borda. Una vez superada la dictadura, en 1984, la idea era investigar sobre las posibilidades terapéuticas que abría el teatro participativo que Sava todavía propone. Ahora bien, dentro de la institución mental, o sea, con el añadido de integrar a internos interesados en participar de una experiencia, en esencia, más artística que clínica. De esta forma, el FAB recogía el testigo de Franco Basaglia y sus experiencias desmanicomializadoras. Aunque de una forma situada en su contexto y, por lo tanto, todavía más popular, como proponía el psicólogo argentino Alfredo Moffatt: una clínica que se acercaba al teatro, la música, el baile o la pintura tratando de “favorecer un readueñamiento del cuerpo y de la palabra legítima de los internos”. Ni más ni menos que el intento de armar una comunidad de afectos capaz de responder con cuidados y subjetivación a la deshumanización del manicomio, a través del arte, en “un intento de usar la amistad como una vía de experimentar la potencia de lo colectivo”, como señala el filósofo Diego Sztulwark.
Desde el principio, estuvo presente el sueño de desmanicomializar la locura. Esto es, pensar el FAB como una herramienta para acabar con el estigma social, derribando las puertas del hospital para compartir experiencias, al tiempo que se invitaba a la sociedad a participar de talleres y otras actividades. En otras palabras, socializar la locura por medio de funciones, representaciones y mesas redondas realizadas en teatros, facultades, centros culturales de barrio, colegios, organizaciones políticas, entre otras, así como en eventos, festivales, congresos, manifestaciones y protestas sociales. Todavía a vueltas con la tarea de saltar los muros físicos y simbólicos del Borda, el FAB acaba de presentar un nuevo espectáculo integral: Sin reservas. Representado en Olimpo, un antiguo centro de detención clandestino, de nuevo, se trata de presentar “el arte del Borda, fuera del Borda”. Con la particularidad, esta vez, de utilizar como escenario una localización tan fuertemente connotada, ahora convertida en un museo dedicado a los desaparecidos de la Dictadura, que el FAB ha utilizado para abrir una reflexión sobre cómo la enfermedad mental supone, en cierto sentido, una forma de desaparición política no tan alejada de la violencia practicada por los militares.
Aun con un imaginario teatral demasiado anclado en una época y una forma de entender la militancia -que esquiva los retos de una nueva estética-política eficaz contra la verdad a la carta y la seducción que propone el neoliberalismo-, el compromiso del FAB es innegable. Así como su capacidad para resistir durante décadas, movilizando nuevos públicos y trazando alianzas entre agentes de ámbitos muy distintos.
En cuanto a su estructura interna, el FAB está dividido en una serie de talleres: teatro, marionetas, música, mimo, teatro participativo, danza, letras, periodismo, fotografía y circo. Cuenta además con otro espacio de debate sobre desmanicomialización, más ideológico. Según sus propias palabras: “Cada taller funciona con un equipo de coordinación integrado por un coordinador artístico, uno psicológico y uno o más colaboradores. El coordinador artístico cumple la función de transmitir los recursos prácticos y conceptuales propios de su disciplina, dirige un proceso de creación grupal y aporta su conocimiento de los códigos de las relaciones profesionales y humanas en su campo de acción. El coordinador psicológico trabaja no sólo con los obstáculos a la tarea en cada taller, con los efectos y movilizaciones grupales que despierta una disciplina artística, sino además optimizando las relaciones vinculares y la circulación de la palabra… Los coordinadores y colaboradores en su conjunto están además supervisados mensualmente. Todos realizan la tarea ad honorem”.
Todos voluntarios, lo que hace muy difícil sostener una actividad profesional, por no hablar de las piruetas que el FAB hace para financiarse por medio de subvenciones estatales y otros aportes. Pero nunca con el apoyo de la industria fármaco-química. Sobre su forma de llegar a acuerdos, una vez más nos topamos con la tradición de los movimientos sociales y las organizaciones políticas de los setenta. Como no podía ser de otra forma, el FAB persigue un modelo horizontal. De acuerdo a la información ofrecida: “El modelo de toma de decisiones consiste en la realización de una asamblea quincenal, en la cual se alternan las cuestiones organizativas y otras destinadas a la reflexión de lo relevante. Las asambleas se conforman como el organismo de toma de decisiones: desde la compra de un objeto hasta la creación y organización de los Festivales Latinoamericanos de Artistas Internados y Externados de Hospitales Psiquiátricos. Las resoluciones se toman por votación, para la cual debe haber un mínimo de ocho talleristas”. Por último, nos topamos con un equipo de coordinación general votado a su vez anualmente, que consta de varios representantes. Ya se sabe: cuestiones de organización interna.
Los aires, en todo caso, parece que no soplan a favor de la lucha por los derechos civiles de los enfermos mentales. Pese a la Ley de Protección de la Salud Mental aprobada por el Congreso durante la legislatura de Cristina Fernández, en 2010 -que coincide con la del gobierno de la ciudad, desde hace años en manos de Macri, en la necesidad de cerrar todos los hospitales psiquiátricos-, los avances han sido pocos. En parte, por culpa “del rechazo que produjo la nueva normativa entre amplios sectores de profesionales de salud mental y entre un amplio sector de la sociedad”, se lamenta Alberto Sava. El neoliberalismo campa por Sudamérica. Su influencia ya no es macro-política, sino micro. Esto es, se despliega a partir de un juego de fuerzas y relaciones de poder que pulsan sobre la subjetividad y las formas de vida de las personas. Los anormales, aquellos que no encajan o no quieren encajar, los que resisten ante el poder normalizador del capital, son perseguidos y tildados de enfermos. La violencia vuelve a ser utilizada como una herramienta pedagógica. Por ejemplo: en abril de 2013, operarios contratados por el Ministerio de Desarrollo Urbano de la ciudad de Buenos Aires trataron de vallar y demoler un antiguo taller del Borda ayudados por agentes de la Policía Metropolitana. Frente a ellos militantes de la Asociación Trabajadores del Estado, que fueron duramente reprimidos. Si bien el mismo Mauricio Macri, entonces intendente de la ciudad, fue denunciado junto con su equipo, el caso fue tapados y tres empleados del hospital, finalmente, fueron acusados de “atentado y resistencia frente a la autoridad”. Alberto Sava, presente aquel triste día, hace responsable al actual Presidente de la República, quien deseaba “poder llevar a cabo un nuevo proyecto inmobiliario de lujo”.
Aunque el taller fue al final demolido, la solidaridad de pacientes, trabajadores, vecinos, diputados y periodistas consiguió frenar el proyecto inmobiliario, obligando de paso al gobierno a acometer ciertas reformas en el Hospital. Para los que piensan que desmanicomializar es abandonar a los débiles a su suerte, o privatizar los servicios públicos, el FAB tiene un lema: “Arte, lucha y resistencia”. Ahora bien, ¿quién es hoy el enemigo? ¿Cómo enfrentarnos a su influencia invisible? ¿Resistir hasta cuándo? ¿Qué entendemos por práctica artística cuando se produce en un contexto como el Borda? Son muchas preguntas a la vez. Así que mejor centrarnos, volviendo a Diego Sztulwark, en cómo las políticas de inclusión de los gobiernos populistas no han dando los resultados esperados, y no sólo en cuestiones referidas a desmanicomialización o enfermedad mental. En palabras de Diego: “La inclusión es un término difícil. Tiene algo de lo mejor (dar al otro) y algo de lo peor (anular al otro)”. Resta pensar si existe alguna política más allá de este mapa inalterable, de esta topología de lo normal, donde el excluido desea convertirse en uno más. Es decir, queda pendiente explorar si existe en el malestar reinante, en el sinfín de nuevos casos de enfermedades derivadas de la fatiga, el pánico o la ansiedad, alguna fuerza emancipadora que nos invite a pensar de manera revolucionaria cómo debemos vivir nuestra vida, dibujando a su vez nuevos vínculos entre subjetividad, estética y clínica.