22.4.2019
Por Claudia Rafael
Todo es ya en la calle. Viene la lluvia y es ya. Viene la razzia y es ya. Pasa el carro de facturas de la iglesia y es ya. El cuerpo está formateado para reaccionar ya. Ese agite se explica porque así arrancó su vida. Hoy son 8000, dentro de una hora o mañana mismo, quién sabe.
Basurero, basurero que nadie quiere mirar pero si sale la luna, pero si sale la luna… Pero si sale la luna tus latas van a brillar (Teresita Fernández).
No sólo es vivir sin techo. Es vivir sin paredes. Todo es a la vista de todos. Y no hay intimidad para lo bello. No hay intimidad para lo sórdido. Todos saben quién se acuesta con quién. Quién le pega a la mujer. Quién maltrata a los chicos. Quién no tiene en cuenta las necesidades del otro. Quién, cuando pasa el censo, no dice que vos vivís ahí. Se acumulan los egoísmos y las solidaridades en la memoria ram del habitante callejero. Que no es el que está en situación de. Porque es una situación eterna. Que llegó para quedarse. Lo otro, la palabra, el modo de llamarlos, de ponerles nombre es un eufemismo ahogado que no tiene punto final. El único punto final lo ponen el paco, la cuchillada por una nadería, el frío cuando irrumpe sin piedad o los niveles de violencia que se reproducen con todas sus sordideces. Pero también lo pone el estado. Cuando carga sus metrallas o cuando lanza la prueba piloto de contenedores tecnológicos que se alzan como valla entre el pobrerío y los desechos del bienestar.
La noche cae sobre la terminal de Retiro cuando aún el reloj de la torre de los ingleses no marcó las siete de la tarde. Hay un ritmo que le es propio. El caos de autos, colectivos y el ruido ensordecedor de un par de motos se entremezcla con la estética que Larreta impuso hace ya rato, entre calles cortadas, polvaredas de cemento, paneles divisorios. Parece que no hay modo de llegar a ninguna parte. Se mezcla el olor de las hamburguesas, con el pis humano de vieja y nueva data, la transpiración de hombres y mujeres que corren rumbo a ningún lado y la cumbia que asoma desde algún puestito callejero que se empeña en aturdir. La villa avanza. Gana territorios. Hacia un lado y hacia el otro de la terminal y también de la estación. Los cartones y colchones flacos y raídos se amontonan sobre paredes y esquinas. El piberío juega o se acomoda temprano sobre el regazo materno mientras la joven mujer estira la mano con una lata. Los llantos de los críos se entremezclan. Por hambre, por sueño, por frío, por mil razones que se apiñan en un cóctel que estalla porque la calle potencia todo hasta decibeles impensables.
El gobierno de la Ciudad no supera en sus estadísticas el número de 1.100 hombres, mujeres y niños viviendo en las calles. El censo alternativo de organizaciones sociales marcaban, sin embargo, que ya en 2017 eran 5800 los sin techo incluyendo a los menos de 2000 que duermen en los paradores nocturnos. Hoy, esas mismas organizaciones estiman que la cifra, por estos días, ronda los 8000.
Recogen lo que los saciados derraman en latas, contenedores y esquinas pero también aquello de lo que se desprenden los que están apenas unos escalones más arriba en las pirámides de las sobrevivencias.
Wacquant habla de un nuevo tipo de marginalidad, “la avanzada”, que tiene como “signos exteriores” a los sin techo, a los mendigos pidiendo dinero en las calles o en colectivos y trenes, “a los desocupados o subocupados crónicos, a la criminalidad como componente del día a día, a los trabajadores veteranos con conocimientos obsoletos en un contexto de desindustrialización y evolución tecnológica, a la mayor hostilidad hacia y entre los pobres”, a la mayor acción policial para los caídos a los abismos del sistema.
Hay una sociedad que no mira. Que no posa sus ojos en los ojos de los ningunos. O que provoca una mueca de desagrado ante esa fauna creciente que puebla calles, esquinas y boulevares. Y un estado que empuja al pobrerío más allá de las cuatro avenidas céntricas de las grandes urbes. Que coloca contenedores “inteligentes” que se alzan como rejas ante la riqueza sobrante de uno, dos, diez cartones. Que anuncia, entre bombos y platillos desde la puesta teatral de la calle Corrientes, que es apenas una “prueba piloto” la de los recolectores tecnológicos que funcionan para el abrete sesamo con una tarjeta magnética.
Porque, en definitiva, lo que no se ve no existe. En una política que tiene larga historia en los destinos de los pueblos. Basurero, basurero que nadie quiere mirar, decía la canción cubana. Y los estados responden. Expulsan, ponen candados, tarjetas inteligentes, políticas excluyentes, prácticas criminales. Profundizan desigualdades. Crean convenientemente infraclases. Destruyen solidaridades. Con monedas que corroen. Arremeten con fuegos reales o de los otros.
Mientras la marginalidad irrumpe. Se cuela por las cerraduras de los palacios. Acomete entre las grietas de puertas y ventanas de los castillos ministeriales. Puebla las periferias y esparce miedo al contagio. Porque son decenas de miles más los que están caminando por la cuerda floja entre el adentro y el afuera. Entre el techo y el no techo. Entre el plato de comida y la mesa vacía. Entonces, señores, mejor no ver.