5.6.2019
Por Estefanía Santoro
Las compañeras del Hotel Gondolín salieron a las calles para gritar Ni Una Menos, ni un travesticidio más. Hermanadas, como una gran familia, fuimos a visitarlas y marchamos con ellas de Congreso a Plaza de Mayo.
En Villa Crespo hay un hotel que se convirtió en la cuna de las travestis y trans, no es una construcción destinada a la explotación comercial. Es un espacio que actualmente hospeda a más de 40 travestis y trans que llegan de distintos puntos del país, obligadas a dejar sus ciudades natales para esquivar la violencia policial y expulsión social.
Fuimos a conocer sus historias, que son de lucha y resistencia pero también de mucho rechazo, muertes de amigas y dolor. Conocimos el lugar que las abraza y las hospeda, el territorio de abrigo y contención cada día. Las mariposas se acomodan, sacuden sus alas, multicolor, las más coquetas ya están listas hace rato. Bajan las escaleras riendo.
Despiden a su amiga Luz, ella no puede marchar, ni siquiera salir del hotel. Está bajo prisión domiciliaria acusada injustamente de un crimen que no cometió. La Justicia, esa institución que apesta por ser tan patriarcal, la condenó sin pruebas. Fuimos juntas en el 168 hasta Congreso. Juntas, cuidando una de la otra, soñando con una vida sin violencia machista.
Zoe López García llegó al Gondolín hace 24 años, hoy es la referente del espacio y “la tía”. Así la llaman las chicas que se hospedan en el hotel, porque antes que nada la pensión es una familia. A Zoe la trajo una amiga con la que compartían el trabajo en la calle, cuando la policía las dejaba, bajo la condición que una parte de lo que recaudaban por noche se lo entregasen a los oficiales que rondaban la zona roja de Palermo. “Había otros hoteles pero yo no podía pagarlo, acá era más barato y al dueño le convenía que nos alojemos chicas trans en lugar de familias enteras, dormíamos varias en la misma pieza y así empezamos a traer a las chicas que nos encontrábamos en la comisaría.
Algunas venían del interior, donde no podían ejercer el trabajo sexual, acá arreglábamos con la policía, podíamos trabajar pero si no les pagábamos nos detenían. Una vez en los 90 terminé en el hospital Fiorito por una paliza que me dio un policía y cuando me dieron el alta a la salida estaba el patrullero esperándome”, narró Zoe, mientras recuerda como zafaban de la policía con su amiga, la peruana, que le abrió las puertas del Gondolín y con quien empezó a militar por sus derechos en los calabozos.
Desde hace casi 30 años este lugar brinda mucho más que una cama donde dormir. El Hotel Gondolín es un territorio de abrigo y contención. Para muchas chicas trans que pasaron por allí fue el envión para capacitarse, estudiar e insertarse en el mundo laboral y para que el trabajo sexual deje de ser la única opción. Una pensión de tres pisos y 20 habitaciones, de paredes de un azul cielo despejado, donde muchas encontraron el sol en medio de la tormenta de sus vidas atravesadas por la marginalidad. Totalmente autogestionado y administrado por travestis y trans desde hace 15 años.
La vereda del Gondolín se llena de divas de melenas infinitas, lacias, doradas, de rulos negros fornidos, boquitas sensuales, labios de rubí. En la parada del colectivo “la gente” mantiene distancia de las mariposas. ¿Acaso no les abruma su hermosura? Parafraseando a Lemebel, las caras de quienes las ven pasar parecen esbozar “son travestis pero son buena onda”. Ellas aceptan el mundo sin pedirle esa buena onda y ríen olvidando sus cicatrices.
Solange es la encargada de limpieza del Gondolin. Llegó de Salta a los 17 años, ejerció el trabajo sexual, fue empleada doméstica y tuvo otros puestos temporarios hasta que encontró el “Gondo” y se convirtió en su segunda casa. “Para mí las chicas de este lugar son mi familia”. Lo dice mientras se le dibuja una sonrisa en la cara. Prepara su mochila para la marcha, lleva una remera con el rostro de Cintia Moreyra, una joven trans tucumana de 25 años asesinada el año pasado. La justicia nunca investigó el caso. “Hoy marcho por mi amiga Cintia Moreyra, a quien consideraba como una hija. Salgo para pedir justicia por ella. A Cintia, la descuartizaron, la quemaron, y abandonaron su cuerpo en un descampado”, cuenta Solange y agrega: “Yo tuve una buena experiencia con mi familia porque fui aceptada, pero sé que no todas corren la misma suerte que yo. Por ejemplo en Salta, uno de los problemas más graves que sufren las chicas es la violencia con la policía, todavía es brutal el trato que tienen con ellas donde sigue vigente el artículo 114, las golpean, las detienen, por eso también marcho para visibilizar la violencia que ejercen hacia nosotras”.
Esa violencia que las travestis y trans sufrían después de la vuelta a la democracia está volviendo, Zoe dice: “Estos últimos años se retrocedió un montón, la policía vuelve a ejercer la misma violencia que en los 90. Por ejemplo, en Salta las chicas vienen escapándose de sus provincias por la persecución policial, porque no las dejan ni caminar, esto no puede volver a pasar, en las provincias se está retrocediendo, hay chicas que ni pueden acceder a un hospital”.
Macarena viene de esos pagos, tiene 32 años, es oriunda de Oran, Salta y peluquera de profesión. Viajó a Buenos Aires en busca de trabajo, que no encontró en su provincia natal. “Sufrí violencia en mi vida como algo cotidiano. Siempre hago esta comparación: a lo largo de su vida, la gente recibe más amor que odio. A nosotras nos brindan más odio que amor. La violencia y la discriminación en las ciudades de las provincias del Norte es una constante, es una realidad que las chicas siguen padeciendo, día a día y también el rechazo de parte la familia”, se lamenta.
Zoe sueña con un futuro mejor para sus compañeras travestis y trans, dice que se siente orgullosa del camino que está transitando, porque sabe que desde ese espacio están cambiando muchas realidades. “Hoy acá nosotras estamos empoderadas, nuestro principal objetivo es mejorar la calidad de vida de las chicas con educación y salud, todas las chicas son autónomas e independientes, la única garantía que pedimos para vivir acá es que estudien, que se formen para poder salir a trabajar y queremos que este lugar siga sobrevivido para otras generaciones de chicas trans”.
La calle las espera, ellas la conocen bien, a falta de otras oportunidades o por elección propia, la mayoría de las mariposas del Gondolin han tenido que trabajarla. Esta vez pisan suelo porteño para exclamar que al calabozo no vuelven más, sacan sus carteles de letras con el puño izquierdo en alto y forman la frase “Ni una trans menos”. Marchan a paso audaz, dignas, orgullosas de exhibir sus alas, sus cuerpos, sus identidades, juntas.