20.3.2020
Ana Sánchez
Casi 150 años de la peste que mató al 8% de los habitantes de la ciudad y una reflexión: los virus no discriminan según las clases sociales, la muerte, sí.
Quién no escuchó hablar de la fiebre amarilla, la enfermedad de la que todos se cuida(ba)n hace un año o dos, si tenían que viajar a Brasil. Si bien en tiempos de CoronaVirus no hay espacio para hablar de otra cosa, la fiebre amarilla sigue siendo hoy una enfermedad peligrosa, como tantas otras que a pesar de los avances en materia de medicamentos y en la medicina, perduran a lo largo de la historia. Hoy te vamos a contar cómo se desarrolló esta epidemia en la ciudad de Buenos Aires, qué consecuencias trajo para la vida de sus habitantes y qué medidas se tomaron desde el gobierno. Para reflexionar en tiempos de cuarentena: ¿las muertes por virus y epidemias son desgracias evitables?
La ciudad
Fue en 1871. Por aquel entonces Buenos Aires tenía casi tantos inmigrantes como nativos y la ciudad recién estaba empezando a tomar la forma que tiene hoy. La cantidad de habitantes apenas llegaban a los 190 mil y se estima que el saldo final de muertes que dejó la epidemia de fiebre amarilla fue de 14 mil en sólo seis meses, o sea un 8% de la población, aunque algunos dicen que podría haber llegado a matar a más del 10%, sin dudas, una barbaridad.
Hay que decir que Buenos Aires era una ciudad muy precaria: la mayoría de la población se abastecía con agua de aljibes y de río, los saladeros y el Riachuelo eran focos de podredumbre e infecciones. Por supuesto que no todos vivían igual: los inmigrantes y sectores más pobres vivían hacinados en los famosos conventillos, lugares en los que no se tenía acceso a servicios básicos ni a medidas de higiene mínimas, a pesar de se pagaban alquileres altísimos.
La epidemia
Empezó en enero. Se cree que la enfermedad llegó a las costas de la ciudad proveniente de países como Brasil y Paraguay y que la traían los sucesivos grupos de combatientes que llegaban de la Guerra de la Triple Alianza. Otro dicen que la trajeron los navegantes y los barcos que comerciaban, trayendo y llevando mercaderías. Lo que es seguro es que ese tránsito por el puerto favorecía el desplazamiento del agente vector, que algunos años después de la terrible epidemia se descubrió que era un mosquito: el Aedes aegipty. Sí, el mismo que transmite el dengue hoy, enfermedad que también avanza en varias zonas del país y que en estos días tiene un pico en la Ciudad de Buenos Aires. Más de un siglo después, todo vuelve. Complicado.
Los primeros casos se detectaron en el barrio de San Telmo, y la fiebre amarilla se esparció rápidamente por toda la zona sur de la ciudad. Es importante aclarar que la ciudad recién se estaba armando y que la zona habitada estaba concentrada sobre todo en los alrededores del puerto; las zona norte de la ciudad que conocemos hoy, estaba completamente deshabitada. El centro estaba ubicado en lo que es hoy el barrio de Barracas, San Telmo y La Boca. ¿Cómo fue entonces que los barrios más ricos se concentran en la zona norte? Porque en aquellos años, los sectores más acaudalados y poderosos, abandonaron rápidamente sus mansiones y casas quintas del sur huyendo de la epidemia y se trasladaron al norte, así se empezaron a poblar barrios como Recoleta o zonas que en ese entonces todavía no estaban urbanizadas como Palermo o Belgrano. De esta manera el sur, hasta nuestros días, es la zona más empobrecida de la ciudad y la provincia de Buenos Aires.
Si los primeros casos de Coronavirus fueron detectados entre la población de más altos ingresos por la sencilla razón de que es la que tiene más posibilidades de pagar un traslado hasta y desde los países de Europa o Asia, donde ya hay gran cantidad de infectados; la epidemia de la fiebre amarilla empezó por los de abajo: inmigrantes europeos y pobres que vivían en conventillos, especialmente los italianos, que fueron estigmatizados por eso durante mucho tiempo.
La política
El presidente era Sarmiento y la primera medida que tomó fue irse. Sí, así como sucede ahora que hay una tremenda desorganización y los políticos del régimen no responden a las necesidades de la población ante el avance del coronavirus, lo mismo pasó en aquella época. Sarmiento, aconsejado por sus ministros, abandonó la ciudad y se dirigió a Mercedes, en la provincia de Buenos Aires, mientras su vicepresidente hacía lo mismo. Ante las críticas y el desprestigio que empezó a tener, tuvo que volver, pero no recorrió ningún lugar de la ciudad, ni hizo acto de presencia ante ninguna de las Comisiones que trabajaban para combatir la epidemia. Algo parecido hizo Narciso Martínez de Hoz, un nombre que seguro les suena a aquellos que ya llegan a los 30. Sí, el abuelo del nefasto ministro de economía de la última dictadura militar, era el presidente de la comisión municipal que debía ocuparse de tomar medidas para enfrentar la epidemia. Él desoyó la advertencia de varios médicos que lo había alertado sobre una posible epidemia y no dio publicidad de los casos ni planificó una prevención, escondió todo. Pasada una semana del primer caso ya había 100 muertos por la fiebre amarilla. ¿Quién dijo que las muertes no son evitables?.
El número de muertos fue enorme y no se daba a basto con los cementerios. Por aquella época la ciudad contaba solamente 40 coches fúnebres, los muertos se multiplicaban exponencialmente, por eso los ataúdes se apilaban en las esquinas esperando que alguien los llevara al cementerio. Como los muertos eran cada vez más y entre ellos se contaban los carpinteros, dejaron de fabricarse los ataúdes de madera y comenzaron a envolver los cadáveres en trapos. Hasta los carros que llevaban la basura se tuvieron que sumar al servicio fúnebre y se armaron fosas colectivas. El cementerio del Sur, donde hoy está el parque Ameghino, en la Avenida Caseros al 2300, colmó enseguida su capacidad. El gobierno municipal tuvo que improvisar un cementerio nuevo y ahí se creó el cementerio de en la Chacarita de los Colegiales (donde hoy está el Parque Los Andes, entre las actuales avenida Corrientes y las calles Guzmán, Dorrego y Jorge Newbery) y creó allí el nuevo Cementerio del Oeste. Quince años más tarde, éste se trasladaría a pocos metros al actual Cementerio de la Chacarita. En Chacarita llegaron a enterrarse 564 personas en un solo día, y en la memoria colectiva quedó el recuerdo macabro de las inhumaciones nocturnas de cadáveres.
Se cuenta que el Ferrocarril del Oeste extendió una línea a lo largo de la calle Corrientes (hoy avenida) hasta el nuevo cementerio de la Chacarita con el objetivo de poner a andar lo que se llamó el “tren de la muerte”: hacía dos viajes cada noche, sólo para transportar cadáveres de personas atacadas por la epidemia. Tenía dos paradas para levantar cadáveres, la final estaba junto al cementerio, donde los cadáveres eran dejados amontonados en galpones que servían como depósitos.
Como pasa ahora, aquella epidemia trajo una crisis económica. Según cuentan algunos historiadores, las provincias limítrofes evitaban la entrada de personas y mercadería provenientes de Buenos Aires y el precio de los alquileres en las afueras de la ciudad registró fuertes aumentos. Y los que más sufrieron la crisis fueron los sectores más pobres, inmigrantes, mujeres, niños y trabajadores que tuvieron que quedarse a vivir en los lugares más afectados porque en otro lado no podía pagar el alquiler, sumado a que muchos perdieron no solo a sus familias, sino también sus trabajos y sus pocas pertenencias que si había infectados se quemaban como medida preventiva.
Pasada la epidemia la ciudad de Buenos Aires se transformó por completo. Se hicieron obras de infraestructuras importantes como las cloacas, la red de agua corriente y la centralización de la recolección de basura. También se prohibieron los saladeros de carne en los márgenes del Riachuelo, porque las aguas contaminadas eran una de las causas de la propagación rápida de la enfermedad. La mayor cantidad de obras se centraron en la zona norte, como por ejemplo los parques y espacios verdes que se empezaron a valorar por la oxigenación y el aire libre que combate el encierro y el hacinamiento que favorecía el contagio.
Pero el sur siguió siendo el sur. Todas las construcciones que abandonaron los ricos cuando se fueron huyendo de la peste hacia el norte, fueron ocupadas por los inmigrantes que siguieron llegando desde Europa. Ahí mucho las cosas no habían cambiado y el hacinamiento y las carencias continuaron. Por eso, más adelante va a estallar la huelga de los inquilinos, un movimiento liderado por las mujeres inmigrantes y laburantes (muchas tenían talleres en sus casas y cosían para afuera, en la misma pieza donde vivía la familia entera) que pedían la rebaja de los alquileres y mejores condiciones de vivienda para la clase trabajadora.
De héroes, sin heroínas
En la historia quedaron como héroes Eduardo Wilde y Guillermo Rawson que fueron médicos que se destacaron en sus publicaciones y estuvieron en el centro de la atención a los enfermos. También pintores que reflejaban las imágenes de la época, periodistas varios que narraban los hechos y denunciaban lo que ocurría en la zona sur de la ciudad, lo mismo que los miembros de la Iglesia, muchos curas y sacerdotes quedaron como héroes por su colaboración. Pero ¿quiénes faltan en esta historia? Obvio, las mujeres. Casi ni figuran en la historia que se cuenta sobre aquellos sucesos. Donde sí aparecen es en un cuadro del uruguayo Blanes que pintó ese mismo año y lo tituló “Episodio de la fiebre amarilla”. En él se puede ver a una mujer pobre tirada en el piso muerta, con un bebé que intenta tomar la teta. Si bien las mujeres hasta ese momento tenían prohibido todo tipo de autonomía y no tenían derechos políticos, por supuesto que trabajaban y muchas lo hacían en sus casas cosiendo para afuera, en tareas de limpieza, en los primeros talleres textiles o como maestras. Por eso es raro que no aparezcan en esta historia, porque se puede intuir que muchas deben haber muerto en condiciones durísimas y tantas otras deben haber sido parte de la lucha contra esta epidemia y tener un rol en la atención a los enfermos.
En aquella época las mujeres tenían prohibido estudiar, la primera médica fue Cecilia Grierson quien recién se pudo graduar en 1889, 18 años después de la epidemia de fiebre amarilla. Esto indica que esta peste y los problemas en la salud de la población no fue preocupación suficiente como para pensar en incorporar a más personas en tareas sanitarias, por ejemplo a las mujeres, la mitad de la población. Hubo que esperar a la pelea de muchas mujeres como Cecilia para acceder a espacios universitarios, profesionales entre otras conquistas. Hoy, casi 150 años después el Malbrán, el único lugar donde hasta el momento se realizar los test para saber si tenés o no el Covid-19, cuenta con once bioquímicos, de ellos nueve son mujeres, en su mayoría trabajando bajo contratos precarios, con sueldos que no alcanzan a cubrir las necesidades.
No es paradoja de la historia, es un sistema de especulación y desigual que se sostiene.