10.5.2020
Por Nicolás G. Recoaro
Crónica de una recorrida por la Villa 31. Villa donde el número de casos de coronavirus se multiplicó en los últimos días, impulsado por el hacinamiento y la desidia del gobierno porteño.
“Nos decían que había que lavarse las manos y desinfectar las casas para matar al coronavirus. Pero por ahí el Gobierno de la Ciudad no sabe que sin agua no podemos limpiar, bañarnos, cocinar, ir al baño. En vez del virus, nos morimos nosotros. Decime quién aguanta así una cuarentena”. Silvina Olivera hace preguntas, pero no encuentra respuestas. Habla frente al modernísimo Ministerio de Educación porteño, el edificio de aires minimalistas que da la espalda al populoso Barrio Padre Mugica. Como el Estado.
Olivera, nacida y criada en la ex Villa 31, sabe de memoria las penurias que atraviesa. Tiene 36 años, trabaja de cajera en una franquicia pero ahora la licenciaron, y tiene bronquitis crónica. “Soy grupo de riesgo, también para los despidos que se vienen en el laburo”, mastica bronca la rubia detrás del ajustado barbijo. Mientras camina por los delgados pasillos, cuenta que a fines de abril dejó de tener agua en su casa. Vive en un tercer piso, con sus tres hijos. Al tercer día de sequía tomó coraje, agarró unos baldes y cruzó todo el barrio hasta donde estaban estacionados los camiones aguateros. “Eso fue más o menos el 20 de abril, cuando se conoció el primer caso de un vecino con coronavirus.” Dos semanas después, son 280 los contagiados.
“Se descontroló todo, la Ciudad no estuvo presente. Los camiones no podían entrar, hubo largas filas para conseguir agua. Yo me pregunto cuántos vecinos se habrán contagiado esos días. Ahora aumentan día a día y tenemos miedo. La cuarentena acá se pasa en piezas alquiladas de tres por tres, donde viven varias familias, comparten el baño, la cocina. Y sin agua es imposible.”
“¡Quién, quién, quién podrá ayudarme ahora!”, suena en el pasillo un clásico de Viejas Locas. Con la cuarentena estricta se acabaron las changas, el fiado, y ahí aparece el rol esencial de los comedores: “Hay 63 en el barrio –cuenta Olivera–, la mayoría sostenidos con aportes de los vecinos. Desde Ciudad mandaron asistencia sólo para ocho, parece una joda”. Esta semana les dijeron que iban a reforzar las entregas. Pero la única verdad es la realidad: hay lista de espera para conseguir un plato de comida. “Ellos hicieron campaña con nuestro barrio. Hablaban de integración, puras truchadas. Red de agua precaria sin terminar, mucho maquillaje en las fachadas, pero sin servicios básicos, hacinados, olvidados. La ayuda viene de las organizaciones sociales. Del Estado, olvidate”.
Walter José Larrea es auxiliar docente del Polo Educativo Mugica, miembro de la Mesa Participativa de Urbanización y militante social siempre al pie de la olla en más de un comedor. Dice que “la cuarentena ensanchó la desigualdad en la escuela de una forma atroz.
Desde el Ministerio de Educación dicen que las clases siguen en forma virtual, pero es mentira: los pibes del barrio no tienen computadoras, wifi, Internet”. Los docentes, dice, no bajaron los brazos e improvisaron un campus online tracción a sangre: el hilito invisible que conecta a los pibes con la escuela se amarra a la suerte del curtido celular familiar. Si funciona.
El preceptor cuenta que el número de estudiantes que se acercan a pedir los bolsones con mercadería crece semana a semana. No alcanzan. Larrea cuenta una historia, “de las miles que hay: hace unas semanas, una piba de la escuela se puso a juntar peso por peso para amar una olla popular. Con la familia armó una puchereada y fueron a comer 200 personas. Desde ese día no frenaron y la hacen todas las noches. Piden en los almacenes, en las carnicerías. Sin estos lazos solidarios de los vecinos, de las organizaciones sociales y de la Iglesia, el barrio volaría por los aires, porque la cuarentena lo transformó en un polvorín donde viven 40 mil personas. Del Gobierno de la Ciudad ni hablemos. Hacen lindos flyers de prevención”.
Más de cien metros tiene la fila, el largo de la cancha de fútbol, y llega hasta la parroquia Cristo Obrero. Los vecinos esperan su turno para tramitar el DNI o consultar sobre el cobro del IFE salvador. Araceli Álvarez se pasa la mañana orientando a las familias, pidiendo que guarden la obligatoria distancia social, repartiendo barbijos. Llegó a la 31 hace tres décadas desde Oruro. Es enfermera del Garrahan y milita en la organización barrial El Hormiguero: “No laburo en la Anses ni en el Renaper, pero acá estoy dando una mano, cuidando a mis vecinos. Parece una frase hecha, pero de esta salimos todos juntos”.
Jonathan Frías se agarra la cabeza y dice que ya no cree en milagros. Es la tercera vez que se acerca a preguntar por el ingreso de emergencia: “Laburaba en la obra, pero se paró todo. Sólo tengo un subsidio de 3500 pesos, que es una risa para lo que sale el morfi. Tengo un pibe de ocho y vamos a los comedores. Todos mis amigos andan igual: es cagarte de hambre o agarrarte el virus”.
“Comedor cerrado por caso de Covid”. La cartulina con prolija letra de imprenta está pegada en la puerta del local. “Es el comedor de Tapia, uno de los históricos del barrio. Una chica de la cocina tiene coronavirus, por eso están todos aislados. Dicen que abre en seis días, crucemos los dedos”, explica una señora que carga tuppers vacíos en una bolsa. Pegadito al de Tapia funciona el comedor de Alicia García. Se llama Arca de Noé. Alicia, 73 años, trabaja a cuatro manos este mediodía. Todavía falta un rato para empezar a repartir el guiso, pero ya hay una larga cola: “Estamos acá desde el ’89. Siempre hubo necesidades, pero me cuesta recordar un momento parecido. Si venía en marzo, esta fila no existía. Es mucha gente que perdió el rebusque. El otro día un viejito llorando me preguntó si podía quedarse a dormir. No sabía qué decirle”.
El comedor de Alicia también da cobijo a un taller de costura. Estuvieron armando barbijos para repartir en el barrio. Lo que más extraña, dice, es “tener a los vecinos comiendo adentro del local.
Ahora es cargar el tupper o la olla a distancia. No puedo darles un abrazo. Es que acá somos una familia, ¿me entiende?”.
Pamela, promotora de salud, anda con su visera y una planilla a cuestas de una punta a otra de la 31, buscando a quienes tuvieron contacto estrecho con casos positivos: “El operativo arrancó el martes. No es un testeo masivo, como dicen. Pero ayuda para empezar a controlar la expansión. Después de dos semanas sin agua y con cortes de luz, no tenemos idea de cuántos vecinos se enfermaron”. Sigue con su pesquisa en la barriada, pero antes reflexiona sobre su trabajo: “Soy laburante ‘esencial’, como dicen los de la tele y el gobierno. Pero para ser esencial, primero debe ser un trabajo digno: con seguro, ART, contrato en blanco. Un trabajo en regla. Eso para mí es esencial”.