19.7.2020
Por Gito Minore
¿Qué mejor lugar que un cine continuado para disfrutar de las múltiples y diversas experiencias estéticas que puede brindar el séptimo arte? En este artículo nos adentramos en uno de los lugares icónicos del barrio de Flores: El Cine Teatro San Martín.
Siempre estuve vinculado a Flores. Si bien nací y viví hasta ya entrados mis treinta en Liniers, una suerte de hilo invisible fue tejiendo una geografía en la que transité mis días por sus calles. De alguna manera, el barrio me adoptó desde chico.
El primer momento, tal vez el que se me presenta más intenso a la memoria, sucedió a mis catorce años. Primera adolescencia, ansias de descubrimientos y de ver qué ofrecía el mundo más allá de las paredes del hogar familiar y de la escuela parroquial. Con los sentidos listos y las hormonas a punto, teníamos ganas de todo.
Los sábados por las tardes, las matineés nos esperaban en The End, Retro, de vez en cuando Tarot, con su mix de enganchados. Bajo sus luces y envueltos en humo perfumado, nos sacaba a bailar una selección electrónica de diversos pelajes donde se podían codear, con mayor o menor descaro, los superéxitos de Technotronic, Erasure, o el tano Rocco Granata, desgajando su “Ma ma ma ma, Marina”, con alguna perlita del recién estrenado Violator de Depeche, o un “Sweet dreams” de Eurythmics. Todo en la misma línea. Es cierto, esas tardes de marcha y jopo, con sabor a coca cola diluida en hielo y primeros puchos, se ofrecían como una respuesta. Pero ni el dinero ni el permiso de nuestros padres alcanzaban para todos los fines de semana andar bolicheando.
Entonces, los domingos se convirtieron en una buena opción para seguir descubriendo ese mundo que hasta 1990 nos proponía la misa de las 10 como única salida. En tal contexto conocí al “Sanma”, como con cariño, nos referimos para hablar del clásico continuado Cine Teatro San Martín de Flores.
Después del almuerzo, con algunos amigos nos tomábamos el 113 para acercarnos a Rivadavia a la altura de la plaza. Jugábamos alguna que otra ficha al Mario Bross, al 1942, o al Pac Man, preferentemente en Dinos, y nos íbamos al cine. La opción de ver dos películas por 15.000 australes, nos daba la oportunidad de, además de disfrutar de los filmes, poder ir a los videos, incluso comer en Pumper Nic cuando terminaba la función, con la misma cantidad de dinero que los sábados gastábamos nomás en la entrada de la disco. Pero no era sólo el precio lo que seducía nuestras ganas de entrar, sería desalmado pensarlo de esa manera. El “Sanma” era mucho más que la módica suma con la que pasabas casi cuatro horas de tu vida en la sala. Era una experiencia en sí misma.
La primera vez que fuimos fue todo un bautismo de fuego. Esa tarde además de una película que no recuerdo, daban Condena brutal, interpretada por Sylvester Stallone. La misma narraba la historia de un hombre que, por desgracia, había caído preso en una cárcel de máxima seguridad. El encierro, la injusticia, y el tiempo ocioso, llevaban a los reclusos al conflicto interno. Y, como es de esperar, esto se resolvía a las piñas. En uno de esos momentos, el protagonista se enfrenta con un grandote barbudo, con pinta de ruso. Cebado como estaba por la situación, Stallone en cueros le entra a dar una paliza al urso, quien no paraba de escupir sangre y maldiciones para todos lados. La audiencia disfrutaba de lo lindo. De tantos golpes que le da, el gigantón se tambalea. El otro bufa. La tensión invadió la sala, bajo la tenue luz blanca que atravesaba la oscuridad los cuerpos se revolvían expectantes. El bruto se endereza, le va a devolver la tunda. Sylvester ensangrentado grita, frunce el ceño y tira la boca para un costado. Un puño va directo a la cara de Stallone. Entonces, en ese preciso momento, la película se corta. Ahí nomás, estallan los chiflidos y las protestas. Segundos después se enciende la luz. Las quejas son más sonoras, tienen rostro. Un tipo desencajado se para y grita: “Devuélvanme la plata, che”. A nosotros se nos salen los ojos de las órbitas, tratamos de entender de qué se trata todo. Sentimos miedo, pero también ganas de reír. Pensamos que se van a ir a las manos ahí adentro. La tensión duró cinco minutos. Se volvió a apagar la luz, y la película siguió su curso. Eso sí, la pelea de musculosos ya había terminado. La escena ahora era es otra. Si querías saber cómo se había resuelto el entuerto te lo tenías que imaginar.
Lejos de frustrarnos, esa experiencia primera nos tendió un puente a seguir visitando la sala. Así, el siguiente domingo y otros tantos durante ese año, volvimos, y cada vez que se cortaba la cinta nos sumábamos al chiflido.
Pero en un momento dejamos de ir. Las hormonas, como anticipé, estaban al rojo y gobernaban. La salida bolichera quincenal se transformó en semanal y la matineé con coca cola dio paso a las noches locas de heavy metal que terminaban a las 7 u 8 de la mañana clavándose un pancho en un lugar al paso llamado “Daisy”. Pero siempre en Flores. El barrio era un imán para mí. Del Retro de Rivadavia pasé a Apocalipsis en Ramón Falcón, y de ahí directo a La Tumba en Alberdi, mi favorito. Un antro maravilloso donde te podías romper una gamba en un pogo o rescatar tu alma en una charla etílica inolvidable, o enamorarte.
En medio de esos cambios se me dio por estudiar cine. Entonces, me volví a encontrar con mi amigo de 1990 y regresamos al San Martín. Este se mantenía inalterable. Lo único que se había modificado era que ahora en vez de valer 15.000 australes pasó a costar $ 1,50. El demorado reencuentro fue un miércoles en que disfrutamos, en tándem, Tumbas al ras de la tierra y La balada del pistolero. Una gloria. Incluso en los avances promocionaron la nueva película que sucedía en un futuro cercano, donde una jovencita por error terminaba envuelta en una peligrosa aventura de espionaje cibernético. La voz en off del locutor tronaba: “Sandra Bullock está atrapada en La red”. El filme de marras prometía hacer foco en la “internet”, algo que en Estados Unidos era moneda corriente pero que a Flores faltaban al menos cinco años para que llegue en forma de cyber café. La fascinación fue inmediata. A la semana siguiente volvimos. Y la otra y la y la otra, y la otra. Cada miércoles nuestra sala nos agasajaba con dos títulos que ya se estaban por ir de cartel, algunos luego de mucho tiempo de ser éxito, otros que (buenos o malos) habían pasado desapercibidos. Así el “Sanma” proyectaba todas las películas que el curso de ingreso al INCAA no recomendaba, lo cual lo convertía en la verdadera contracara de aquello que estaba legitimado. Esto a la par que me brindaba una óptica divergente, completaba mi formación.
Durante 1995 hasta 1997 cada miércoles, tuve la oportunidad de ver en su pantalla una gran variedad de filmes donde mafiosos, espías, karatecas convivían con algún drama de madres que perdían hijas o parejas que después de hora y media se daban un beso. Por algún motivo, durante ese período se estrenaron muchas películas sobre fenómenos naturales devastadores: Tornado; Volcano, Dante´s Peack, y un nutrido etcétera. Entre esa cantidad de celuloide proyectado nunca voy a olvidar la tarde que repusieron El ejército de las tinieblas de Sam Raimi, la cual se había estrenado hacía cuatro o cinco años. Ese día sentí que el operador nos amaba.
Pero además de exhibir películas, el “Sanma” tenía ese plus que nos había fascinado la primera vez. Al ser continuado y tener una entrada tan económica, la concurrencia era de lo más variopinta. Así, dependiendo del día, te podías topar con ancianos que iban a dormir, familias sin techo que se metían para pasar la lluvia, solos, solas, locos varios, perversos con maletín que confundían su horario (cabe aclarar que, por las noches, el cine era continuado porno), y una interesantísima jungla que convertían la salida al cine en una experiencia vital única.
En algún momento se cortó lo de ir los miércoles al cine. De más está decir que al INCAA no entré. Sin trabajo y en pleno menemismo, se volvía difícil conseguir $1.50 para películas. No me hice muchos problemas, el cine estaba siempre. Siempre igual, inalterable, como lo conocí en 1990; como también lo había conocido mi padre a mediados de los 70, cuando según él no daban dos películas en continuado, sino tres. Quizás con menos glamour que cuando Carlos Gardel interpretó sus tangos en 1925, o como cuando se inauguró, en 1923, según recoge el historiador Ángel Prignano. Pero iba a estar.
Un mal día de 1999 volví a pasar por su puerta, por casualidad. El barrio me volvía a convocar, pero desde otro ángulo. Como un signo perverso de esos tiempos que prometían volverse más oscuros de lo que eran, una sucursal del Banco Itaú usurpaba el lugar físico que durante casi 80 años había cobijado al Cine Teatro San Martín de Flores, a mi querido “Sanma”. No era el primero que la ligaba, obvio, de hecho fue uno de los últimos en perder la batalla. Quizás por eso mi esperanza de que iba a permanecer siempre.
Bajé la cabeza y me fui a la parada del colectivo que me llevaba al supermercado de Villa del Parque donde estaba trabajando. Me subí al transporte, me acomodé en un asiento y, en mi mente se empezaron a proyectar, como si fuera la cinta que le deja en la latita Alfredo a Toto, una maravillosa historia hecha de fragmentos de explosiones, huracanes, tiros locos, patadas y algún desnudo leve, aportando su dosis de sensualidad a la película de nuestras vidas. De nuestros años hermosos pasando cuatro, cinco, seis horas, viendo filmes de toda estofa. De nuestros sueños de hacer películas y algún día verlas en la pantalla de nuestro cine, ahí nomás, cerquita del ciruja que duerme en la butaca, porque afuera hace frío. ¿Es necesario agregar que lloré durante todo el viaje?