Comunicadores del Sur

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Sobrevida, desamparo y muerte en la calle

12.7.2020

Por Claudia Rafael

Entre las bocas de fuego de la imagen hubo una mujer. Un ser humano. Y fue la vida misma apagándose entre las llamas en lo que fue su casa: tenía la escritura provisoria (hasta que los desalojadores compulsivos dijeran lo contrario) de un trozo de vereda con la autopista como techo. Alguien o algunos –la verdad nunca hace luz sobre los márgenes- la roció seguramente con algún líquido y la hizo arder. No hay identidad, no hay nombre y cuando lo hay nadie tiene la certeza de su verosimilitud. Después de todo, cuenta a APe Barby Alegre, de la organización Sopa de Letras, “hay quienes olvidan sus nombres después de hacerse de llamar de otra manera durante años. Y también hay quienes prefieren elegir el propio”.

“Nosotros pasamos por ahí el domingo al mediodía. En Virrey Ceballos, entre San Juan y Cochabamba. Y creímos que sólo habían quemado las cosas. Pero sabemos que el sábado a la noche alguien prendió fuego en una de las ranchadas y estamos averiguando en hospitales pero todavía no tenemos claridad”, contó a APe cuando todavía no habían logrado confirmar la muerte. “En ese lugar –describió ayer en la tarde- suele haber varias personas, que van y vienen. Y por eso mismo no hay certeza de quién es la víctima. Tenemos muchísima bronca y muchísimo dolor. Queremos que este horror sea visible. Porque sea la chica que imaginamos que es o cualquier otra son las mismas personas que acompañamos todos los días, a quienes llevamos la comida, de quienes escuchamos sus historias”.
Barby cuenta de los quemados. De las casitas hundidas entre cenizas. Del hombre prendido fuego por los dos vecinos de Mataderos hace un año y de los otros dos que murieron entre las llamas en las barrancas de Belgrano. Reconstruye la historia de la familia que vivía en una casa rodante en Boedo. “Nosotros los ayudamos a construirla. Allí viven una pareja con siete hijas e hijos. Tuvieron mucha suerte porque perdieron todo pero nadie murió”.
Son las historias de los subsuelos del sistema. Que invisibiliza a los nadies o toma –a través de sus brazos vengadores- la decisión de borrarlos definitivamente de la vida.
A los 33, una mujer vive con su hijito de 8. Desde la vidriera de ese submundo al que los arrinconó un modelo que trasciende pandemias y covides el niño mira. Ve a los hombres astronautas descender del camión, dispuestos a manguerearlos. Intuye que no es una amenaza. Y acierta una vez más de tantas. Hace demasiado frío. La madre del niño le contó a Barby la escena que los dejó sin nada esta semana.
Desde Sopa de Letras le quita el velo a muchas otras crónicas de las ranchadas. Apura el diálogo con APe porque tiene que volver a poner el cuerpo en las calles del sur porteño y de Lanús. Donde coincide en la entrevista virtual con Jonatan Zaín, Julieta Garay y Marina Bo, los tres de la organización Bondi Sur. Todos ellos son los ojos de los caídos, de los rotos, los que fueron cayendo por los acantilados del modelo hace dos o tres años o los que empiezan a asomar por las ollas callejeras hace escaso mes y medio o dos, en plena pandemia. También están “esos pibes de 30 que viven en la calle hace 17 ó 18. Pasaron por todo. Por casas, por instituciones pero pasaron la mayor parte de sus vidas en la calle”, cuenta Jona mientras habla del espacio que se armaron hace ya tiempo en la estación de trenes de Lanús y al que uno de esos pibes asiste jueves y domingos por la noche.

“No podés estar acá…”

José tiene 38 años y es paraguayo. Las calles del sur del conurbano son su territorio. “A mí la policía me echó un montón de veces de los lugares en los que paro. Me siento como una pelota de ping pong, como un perro, de un lugar a otro. A veces no sé qué voy a hacer: circule, circule, te dicen. No me dejaron ni ir al baño. Personas como yo que no tenemos dónde caer muertos… Creen que llevamos esta vida por gusto de estar así. Y eso me baja el ánimo, las ganas de vivir se te quitan, porque no sos un animal, sos una persona. No puedo pasar a Constitución porque no te permiten, no puedo irme. Falta un poquito más de amparo, de gente que te entienda. Dónde voy a estar yo mientras no pueda ir a ninguna parte… yo soy una persona en su sano juicio, asimilo las cosas, qué puedo hacer. Acá si me pongo a dormir no le puedo hacer mal a nadie. Me pueden prender fuego, que son los riesgos que uno corre. Me trabaja la cabeza, me puede pasar. Antes de la cuarentena los chicos que salían de fiestas te veían y te zarandeaban, se te morían de risa. Ahora no son ellos, la policía te hace salir, no podés estar acá, pero qué puedo hacer… me voy a la plaza y otra vez viene el patrullero. Me vengo a la estación, acá no podés estar… tengo paciencia pero me indigna, me frustra…”

Reglas de la calle

Bondi Sur mira el rostro del pibe de 30 y lo rescata con una sistematicidad de años del sitial del olvido cada jueves y cada domingo. Jona, Barby, Julieta y Marina hablan de viejos anclados en las calles desde que la circularidad de los márgenes los va llevando a dejar de pagar la luz, a no tener gas, a quedar a oscuras y con techo para dormir pero platos vacíos para comer.
Demasiadas veces hay una pulseada con integrantes de fuerzas de seguridad. “Algunas veces tuvimos que sacarle pibes a la policía cuando los estaban corriendo. Pero lo que suelen hacer es verduguearlos hasta cansarlos”, desgrana Jona. Y Marina acompaña el relato: “Están buscando la reacción. No es directamente la violencia sino provocar un por qué para actuar. Hay muchos chicos que están en consumo, en la plaza, y cuando estamos las organizaciones sociales no los provocan tanto, pero hay muchas veces en que están realmente densos”.
La pandemia les cambió el escenario y sus protagonistas. “Si bien tenemos personas que son históricas, que están con nosotros desde hace años, hay unos cuantos que encontraron ollas nuevas más cercanas al lugar en el que paran o en el que viven y dejaron de venir. Pero apareció mucha otra gente, con o sin techo, que recurre a nosotros por la pandemia. Hay un muchacho que viene desde Claypole; otro, que era voluntario de una organización en capital y era de Lanús que cuando se quedó sin trabajo en la pandemia empezó a venir a comer a la estación. Hay una mujer, Norma, que tiene cerca de 80 años que vive a 10 cuadras de la estación y viene a comer. Y nosotros le queremos llevar el bolsón a la casa y no acepta, porque quiere venir”. Se juegan seguramente crónicas de soledad y aislamiento. Y Norma, como tantos, necesita de la palabra compartida.
La calle tiene otras reglas. Ajenas a los protocolos ministeriales. El pico de botella o el faso compartido, el calor humano de dormir cuerpo a cuerpo en una vereda y entre cartones, la cercanía imprescindible que no sabe de alcoholes en gel o lavandinas, el barbijo que pasa de manos y cubre de repente otras narices y otras bocas. “Pero es lo que hay, reflexiona Jona. Hay muchos que por la desesperación, para conseguir un mango para llevar a la casa, hacen cosas que saben que los ponen en riesgo por más que no quieran. Y además, cuando vuelven a la casa no pueden desinfectar todo lo que traían, un baño, cambios de ropa. Ya sus vidas mismas son un riesgo”.
Julieta necesita seguramente hacer a un lado la oscuridad. Y elige, a la hora de privilegiar imágenes que le dejaron marcas, el momento de decir a la gente que retira el bolsón que no pueden ampliar el número de quienes lo recibirán: “entregamos dos bolsas. La de comida y la de higiene. La realidad es que no sabemos cómo llegar de una semana a otra, cómo conseguir las cosas. Por ahí algunos de los que se llevan el bolsón traían el nombre de gente de su entorno que necesitaba también. Y a nosotros no nos da. Entonces propusimos que entregaríamos algo más pero que lo tendrían que compartir y la gente, para nuestra alegría, se súper prendió”. Para seguir caminando hace falta reconciliarse con esa humanidad que no quema a una mujer que vive en la calle sino que elige compartir lo poco que queda.
El mismo dulzor le dejó a Marina un episodio personal doloroso. “Hace unos meses, al inicio de la pandemia, mi mamá fue hospitalizada de urgencia en el Evita de Lanús. En medio de la incertidumbre de no saber cómo seguía mi mamá, que estaba muy grave, yo deambulaba perdida, esperando un milagro, y me encuentro con uno de los compañeros que vive ahí por el hospital, en la calle. El me vio y me brindó lo que por ahí yo le di durante tanto tiempo, la contención, la escucha, el abrazo. Invertimos los roles, él me escuchó y me acompañó en ese momento que para mí era muy difícil. Es algo que guardo en el corazón”.

Quien llega primero…

El más viejo en años de calle primerea. “Los que viven hace años en la calle se saben mover. Tienen calculados los tiempos según los horarios de las ollas. Los que son nuevos, muchos abuelos, asoman con el tuper y esperan, como con vergüenza. Se acercan cuando ya no queda nada para entregar. Aparece mucha gente bien vestida, que tuvo años de trabajo, que tenían casa, pero dejaron de pagar la luz y se las cortaron, dejaron de tomar los medicamentos. En pleno invierno, un viejito jubilado, llegaba en ojotas a la estación de Lanús desde Capital. Contaba que se levantaba llorando de hambre. Cuando supimos que vivía cerca de nuestra sede en capital, pudimos ayudarlo a que pudiera empezar a cobrar algo mínimo. Va a nuestra sede a comer”, suelta Barby.
Los más nuevos y los más desarrapados abundan en sus precariedades. Un hombre dormía, en plena lluvia, en una plaza de Lanús. “Estaban él y sus pertenencias en el medio del charco de agua. Cuando un compañero nuestro llegó a tratar de ayudarlo, se encontró con un camión limpiando bajo la lluvia. Era de la municipalidad de Lanús, y estaban diciendo que iban a llamar a la policía. Tiraron todas las cosas del hombre en el camión que se quedó sin nada”.
Son los habitantes del desarraigo. Los pobladores de la intemperie. Los que cayeron de todos los mapas. Abrupta o paulatinamente. Los que perdieron o los que nacieron y crecieron sin el estatus de sujetos. Los que pueden ser mirados como si fueran transparentes. Sin ver en sus rostros ajados siquiera los harapos de su humanidad. Qué mal puedo hacer durmiendo acá, se pregunta José. Tal vez sea el simple mal de existir.
Y una vez más se cincela al futuro con el formato indecible de la tristeza.
Habrá que arremangarse de ternuras para nockear a la crueldad en el cuadrilátero de la Historia.

Una vez más: vecinas de la Villa 21-24 se movilizaron por la falta de luz y agua

10.7.2020

En la tarde del jueves 9 se movilizaron desde Iriarte y Luna hacia la Jefatura de Gobierno, donde leyeron un documento consensuado entre las organizaciones convocantes y exigieron respuestas.

Vecinos y vecinas de la Villa 21-24 y Zabaleta del barrio de barracas, nucleados en la junta vecinal del barrio, la “Red de mujeres y disidencias” y demás organizaciones territoriales se vienen organizando hace tiempo para exigir respuestas al Gobierno y a las empresas de servicios, por la falta de agua y luz.
Este no es su primer reclamo, vienen desde que empezó la cuarentena exigiendo una respuesta, ya que esta situación que viene de años, en medio de la pandemia se agudiza al extremo.
Sufren cortes constantemente, perdiendo electrodomésticos porque se queman, perdiendo comida porque se pudre, sin poder higienizarse ni poder cocinar, y con su vida totalmente expuesta por las explosiones de los transformadores y aparatos de luz, o usando velas aumentando las posibilidades de que haya accidentes e incendios. Esta situación es insostenible en medio de la cuarentena, y el slogan “Quédate en casa” es imposible realizar.
Da bronca que esto suceda, pero aún más si tenemos en cuenta que esta situación se da en la ciudad más rica del país, donde las empresas de servicio como Metrogas, Edesur, y otras, se llenan de plata sin invertir un peso en mejorar esta situación mientras el estado nacional los subsidia.
O el caso de de la empresa de servicios de agua, Aysa, donde el gobierno nacional tiene a Malena Galmarini en su directorio y se pasa la pelota con Larreta, sobre quien es el responsable, mientras el agua no llega a los barrios vulnerables.
La diputada porteña del Frente de Izquierda, Alejandrina Barry, se solidarizó en las redes sociales: “Fui por muchos años operadora social en ese mismo barrio y los problemas de agua y luz son desde siempre. No puede ser que aun y en medio de esta crisis sanitaria, se siga sin dar respuesta a las vecinas. Es necesario declarar la emergencia alimentaria, habitacional y sanitaria, como reclaman los vecinos”.
Y agregó: “Esta situación se da en todos los barrios vulnerables, mientras el Gobierno y las empresas prestatarias se tiran la pelota sobre quién es el responsable. Eso si los subsidios a las privatizadas son incuestionables. Solo un plan integral de emergencia, financiado con impuestos a las grandes fortunas, como estas mismas empresas, podría ser el camino a resolver definitivamente este flagelo”.
La organización y la lucha, coordinando con otros sectores y uniendo el conjunto de las peleas contra los gobiernos, es la única forma que tenemos de pelear por mejorar nuestras condiciones de vida, enfrentar la pandemia e impedir que la crisis sanitaria, económica y social recaiga sobre los trabajadores y sectores populares.

El Borda desbordado (II): la emergencia histórica que nadie quiere ver

8.7.2020

Por Iván Barrera y Ana Paula Marangoni*

En diálogo con Daniel Ricardo Calvo, coordinador del taller de Periodismo y Comunicación del Frente de Artistas del Borda, recuperamos la historia de la institución, del confinamiento, del maltrato y del abandono hacia quienes institucionalmente no son aptos para la sociedad.

¿Qué situaciones de abandono viene atravesando el Borda desde antes de la pandemia? ¿Cuál es la situación actual?
El hospital viene teniendo situaciones de abandono desde sus orígenes. Es una institución con un pasado muy negro en relación con los métodos que utilizaban. Antes del chaleco químico, como nosotros llamamos a los medicamentos que se utilizan en los padecimientos mentales (en exceso, porque se sobremedica), se empleaban otros métodos totalmente crueles, tales como el electroshock, los manguerazos de agua fría, atar pacientes a la cama o celdas de aislamiento. Métodos propios de los manicomios de todo el mundo que se trasladaron al José Tiburcio Borda.
Con el comienzo de los grandes laboratorios y de la medicación de forma masiva, comenzaron a aplicar grandes dosis para mantener en un estado catatónico a los usuarios. El Estado de abandono es en todos los sentidos: la comida siempre fue terrible; la ropa que se les da viene de donaciones que por supuesto son usadas, no son a medida y no se adaptan a las personas. Si uno no tenía un aspecto de loco al ingresar, a partir de la ropa y el calzado se transforma en uno. Las condiciones internas son pésimas, a las 19 horas se les da a los usuarios la medicación junto con la cena, y su jornada queda terminada.
El abandono también corresponde a la familia, o a los amigos y conocidos. Es un tema complicado porque es fácil decir que la familia te abandona, pero todas las personas que están en los manicomios públicos son pobres y pertenecen a grupos familiares muy pobres, son familias que viven en el tercer cordón del Gran Buenos Aires o en las villas de la Ciudad. Entonces, trasladarse hasta el hospital hoy por hoy lleva un costo en el pasaje al que tienen que sumarle el llevarle algo al internado, un alimento, gaseosa, cigarrillos. Todo eso involucra un gasto que es muy difícil sobrellevar, más en este tiempo.
A su vez, está el tema de que las familias tienen sacralizado el uniforme blanco del doctor, el cual significa una súper autoridad, una voz autorizada; y si el doctor le dice que va a estar mejor, que ese es el lugar adecuado para ese padecimiento, confían ciegamente. Hace un tiempo, uno de los médicos habló con la madre de un usuario y le dijo que le iban a hacer un tratamiento. Se lo explicó en términos científicos, pero se trataba de sesiones de electroshock, y la madre lo autorizó por desconocimiento total de lo que implicaba.
También está el abandono de la sociedad, la estigmatización. Una persona que está o pasó por un manicomio es considerado un descarte de la sociedad, alguien que no produce, que no sirve para el sistema, que no vota. Está ahí amontonado como un resabio de la sociedad. Eso es estigmatizante. Cuando uno sale, busca trabajo y se enteran de que pasó por un manicomio es como si llevase un sello en la frente que lo va a llevar por toda la vida. Lo mismo que pasa en las cárceles.
La situación actual no difiere mucho del pasado. Esta solo se agrava por la situación del COVID. Los usuarios internados siempre padecieron una situación de abandono, de confinamiento o aislamiento; paradójicamente, hoy toda la sociedad está viviendo parte de lo que ellos experimentaron siempre. Aislados en un servicio, en un pabellón, en un manicomio, aislados de toda su familia. Ahora es todo más grave porque antes contaban con organizaciones sociales que trabajaban dentro del hospital pero que siempre fueron ajenas al mismo -el cual nos estigmatiza por estar supuestamente en contra de los saberes psiquiátricos; para ellos deberíamos estar presos por uso indebido de la medicina-. El hospital considera que son los únicos que tienen el saber para el tratamiento de padecimientos mentales.
Ahora todo se agrava por las medidas: tener que andar con barbijo, lavarse con alcohol en gel, que es lo que recomienda el Gobierno Nacional y el Gobierno de la Ciudad. Pero hoy en el Borda no hay esos elementos, no hay barbijos, no hay jabón, no hay alcohol ni en gel ni líquido, no se cuenta con insumos. Esa es otra forma de abandono, que no solo sucede con los usuarios internados, sucede con todos los profesionales que trabajan dentro de los manicomios. La enfermería, las y los médicos, psicólogos, el personal de limpieza, de cocina, no cuentan con los elementos básicos. Un enfermero que debería tener un barbijo cada 2 horas. -que es su tiempo útil- tiene que usarlo por una jornada de hasta 12 horas. Los elementos de higiene y limpieza los tienen que proveer ellos. Los pedidos han sido constantes por parte de los profesionales y de quienes trabajan en el hospital. La consecuencia inmediata es que el COVID haya entrado en el Borda así como entró en las villas. Estos casos no son solo de usuarios, sino también de médicos, enfermeros y enfermeras.

“Cuando las fuerzas de seguridad pierden la perspectiva del cuidado de los jóvenes se desata un espiral de violencia”

7.7.2020

Por Juan Borges

El padre Juan Insausmendi, cura de la Parroquia Madre del Pueblo del Bajo Flores reflexionó sobre el asesinato de Facundo Scalzo, a manos de Gendarmería, la situación en el barrio en el marco de la pandemia.

¿Qué actividades desarrollan en el barrio?
Padre Juan Insausmendi: Soy el Párroco de la Parroquia “Madre del Pueblo” en el barrio Ricciardeli, Barrio Illia, Barrio Rivadavia 1 y 2. Mi misión es desarrollar ese cuidado y acompañamiento pastoral sobre todas las situaciones de las personas y familias de nuestro barrio. Tiene una dimensión educativa con los colegios, pastoral de adicciones, pastoral de prevención en el club con los chicos con el deporte y la cultura, pastoral juvenil, pastoral popular.

¿Cómo advierte la situación social en el barrio?
J: La percibo con un gran cansancio frente al desafío de la cuarentena que es necesaria y me parece bien, pero se ve ese cansancio. Esto se refleja en una emergencia social, también mucha angustia por no saber cómo sobrellevar ciertas situaciones sociales y sanitarias.
Es necesario redoblar el cuidado en esas áreas. También se ve un cansancio de parte del sistema de protección social y de salud en los barrios, estamos tratando de resolver situaciones que tienen que ver con el cuidado alimentario, la profundización del operativo “Detectar” es necesaria para llegar a los focos de contagio, cuidar a las personas mayores y personas en riesgo. Hay una situación profunda que atender.
Desde algunos medios se ha instalado la idea de que en los barrios populares el contagio está controlado, nosotros no percibimos que esto sea así. El SAME no tiene llegada al barrio en tiempo y forma. Hemos tenido que llevar con la camioneta nuestra a personas con síntomas de COVID para que pudieran llegar en tiempo y forma. Los sacerdotes en las villas vemos que no es verdad que en los barrios está controlado y medido el contagio y el virus.

¿Cómo ve a los jóvenes en este momento tan difícil?
J: Están al servicio de la comunidad y poniéndose a colaborar en todo lo que pueden. Nosotros tenemos un grupo que se llama “Misioneros de la Salud” que han hecho un relevamiento de ancianas y ancianos en el barrio y les llevan la mercadería y colaboran con el cuidado y el abrigo de los viejitos. Hay toda una movida en las organizaciones sociales de jóvenes al servicio de los que sufren el COVID en nuestros barrios, se ponen al hombro el trabajo en los comedores con mucho compromiso, con mucha alegría. También advierto que los jóvenes están buscando una oportunidad para construir proyectos de vida, salir de su pobreza, del dolor de su familia, buscando un futuro mejor.

¿A qué atribuye los casos de violencia y gatillo fácil?
J: Tal vez no tengo las herramientas necesarias para responder esa pregunta pero eso hay que mirarlo hacia atrás y tratar de ver la historia de nuestros jóvenes y tratar de entender carencias anteriores, ausencia de un estado desde muy pequeños. Que crece como puede, eso termina en situaciones atravesadas por la violencia, que es un enojo hacia aquello que no puedo tener ni alcanzar. Esa frustración provoca un espiral de violencia. Es necesario un trabajo de prevención muy profundo desde el estado para poder llegar antes, cuando son chiquitos y ofrecerles otras alternativas con un libro, una pelota, con un abrazo, una oración. La prevención es eso; llegar antes a la vida de los pibes para que puedan crecer lejos de la violencia y de la droga. Esa prevención tiene que ver con una inversión pero también con una mirada social puesta en la vida de las chicas y de los chicos. Esas carencias generan fragilidad que desemboca en violencia.
Cuando un chico crece en la injusticia eso en algún momento se expresa en violencia. Cuidar de esa fragilidad debe ser una óptica de trabajo. Las causas del asesinato de Facundo tienen que ver con eso también, expresan eso. Un paradigma muy complejo donde no se sabe mirar a los jóvenes ni se cuida la fragilidad de los jóvenes. Cuando las fuerzas de seguridad pierden la perspectiva del cuidado de los jóvenes se desata un espiral de violencia, cuando no tienen una formación desde el cuidado entonces pueden extraviarse y desembocar en situaciones violentas que pueden ser incontenibles. Por eso es necesario construir sanas relaciones de asimetría para lograr el cuidado de los jóvenes. Aumentar la violencia es incrementar la fragilidad social.

Un muerto y 24 casos de Covid-19 en un geriátrico de Palermo

7.7.2020

El primer caso en la Residencia Ugarteche se detectó el 1º de julio, pero recién este lunes se realizó el hisopado al resto de la institución. La madrugada del martes falleció uno de los residentes del lugar. Hay 20 residentes y 4 trabajadores que dieron positivo.

Luego de una denuncia anónima que sostenía que en el establecimiento había personas infectadas, y a través de la cual intervino el Juzgado Federal Nº 11 que dictaminó que se activara el protocolo correspondiente, los adultos mayores con síntomas fueron trasladados a distintos centros de salud de la Ciudad en el operativo de evacuación que se llevó adelante durante la mañana del martes, una semana después del primer resultado positivo.
El primer caso que se detectó en la institución fue el de una trabajadora de salud del lugar que fue derivada por su obra social. A raíz de la notificación de este caso por parte de las autoridades de la “Residencia Ugarteche”, el día 2 de julio se hicieron presentes en el geriátrico representantes del Ministerio de Salud porteño para realizar un relevamiento epidemiológico del lugar.
Pero como no había residentes con síntomas, se tomaron su tiempo. El hisopado “preventivo” se realizó recién el día 6 de este mes, cuatro días después. Esta madrugada falleció uno de los ancianos, y por la tarde llegó la confirmación: la muerte fue por Covid y son 24 los test que dieron positivo.
A todo esto hay que sumarle que los dueños del lugar, son los mismos del Apart Incas, donde hubo 10 muertos y 38 contagios entre residentes y personal de salud. Ignacio Trimarco, abogado defensor del personal y familiares, confirmó a través de los medios los resultados de los test realizados y declaró que “esta causa se va a acumular a la que ya existe porque estas personas no están en condiciones de administrar residencias geriátricas”. A la vez que denunció la demora en la aplicación del protocolo luego de 7 días del primer caso. También remarcó la responsabilidad del Gobierno de la Ciudad ya que estaba anoticiada del caso positivo y dijo que “habrían cometido el delito de incumplimiento de los deberes de funcionario público, pero lo va a tener que decidir el fiscal”.
A pesar de que en los geriátricos se encuentra la población de mayor riesgo, muchas de las veces hacinadas y en contacto con personal de salud que se ve obligado a trabajar sin los elementos de protección personal (siendo de los más expuestos al virus) y en varios empleos de manera simultánea, vemos como los responsables de controlar el avance del virus siguen haciendo agua.
La manera en que se manejan tanto los geriátricos como el Gobierno de la Ciudad, explican el nivel de contagios. El hecho de que las derivaciones hayan sucedido a raíz de una denuncia anónima y una semana después del primer caso, y de que los análisis al resto de los residentes se hayan realizado 5 días después del primer caso positivo, desencadena en que de los 480 geriátricos porteños, en 159 se presentaron casos de Covid-19. Esto es un 33% de las residencias para adultos mayores de la Ciudad. Según el ministro de salud porteño Fernán Quirós, al martes 30 de junio, de 534 fallecimientos de ciudadanos porteños, 144 eran adultos mayores que residían en instituciones geriátricas.
Alertado por esta grave problemática, Eugenio Semino, Defensor de la Tercera Edad, habló en el programa “Alerta Spoiler” de La Izquierda Diario Multimedio y decía: “Hoy lo que estamos viendo y advertimos al inicio de este proceso es que este sector iba a ser el más afectado. Hubo modelos de atención que fracasaron estrepitosamente y otros evitaron las muertes masivas. En Argentina hay en una baja tasa de casos conocidos, un tercio de los fallecidos en general son adultos mayores que estaban en internación geriátrica. Esto es muy claro en Ciudad de Buenos Aires, no lo es en provincia, no porque no ocurra algo parecido sino porque no tenemos datos”.
Por su parte Alejandrina Barry, diputada del FIT en la Ciudad, declaró la exigencia que vienen realizando: “Los testeos masivos para el personal de la salud y en especial de las residencias geriátricas no son un capricho. Ni la salud, ni la atención a la tercera edad deben ser un negocio. Deben ser un derecho que otorgue el Estado. Por eso exigimos la unificación del sistema de salud privada y pública y que sea controlado a través de sus trabajadores y los familiares de los residentes para que haya una atención igualitaria”.
Para finalizar, declaró: “No puede ser que luego de tantos muertos y contagiados, el gobierno siga avalando a los empresarios de las residencias, que lucran con la salud y vida de los adultos mayores”.
Los números de contagios y fallecimientos en el AMBA (CABA y Gran Buenos Aires) siguen aumentando. En CABA, ascienden a 32.280 casos totales de los cuales 1.085 son de geriátricos. Pero así y todo el Gobierno de Horacio Rodríguez Larreta sigue sin tomar medidas de fondo que atiendan a los sectores más vulnerables como son las residencias geriátricas.

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