26.4.2021
Por Laura Guarinoni
–Vino la médica a evaluarme. Me dijo que tenían que sedarme para intubarme pero que no hay camas, no encuentran camas en ningún hospital. Por favor ayudame.
Gilda Zurita llevaba más de 24 horas sentada en uno de los pasillos del Sanatorio Méndez de la Ciudad de Buenos Aires, cuando le escribió ese mensaje por WhatsApp a su compañera y amiga Beatriz. Había dado positivo de Covid-19 y su situación se había vuelto crítica. Sus pulmones estaban comprometidos y como era persona de riesgo, porque padecía artritis reumatoidea, su médico no le había permitido aún vacunarse. Sentada en una silla de ruedas, con una toalla como único abrigo, recibía oxígeno con una mascarilla, que poco la ayudaba a respirar. Mientras tanto, pedía ayuda a su colega. Gilda era enfermera, llevaba 13 años trabajando en el Hospital General de Agudos José María Penna y sabía perfectamente cuál sería su destino si no conseguía que la ingresaran en una de cama terapia intensiva en las siguientes horas. Las redes entre las enfermeras se activaron con urgencia. El Sanatorio Méndez, único destinado para los más de 100.000 afiliados de la Obra Social de la Ciudad de Buenos Aires (ObSBA), tenía sus 28 camas de terapia intensiva completas. En el Penna tampoco había, ni en el Fernández, el Argerich o el Ramos Mejía. Ningún hospital de la Ciudad podía recibirla. Después de 24 horas lograron trasladarla a una clínica privada de Avellaneda, pero era tarde. Gilda murió el viernes 16 de abril por no recibir la atención que necesitaba por parte de un sistema de salud saturado que no pudo contenerla. “Fue muy triste, ella no se merecía esto”, lamenta hoy su amiga Bety.
Desde que inició la pandemia las enfermeras –hablamos en femenino porque más del 80% del rubro son mujeres– están en la primera línea de atención en los hospitales y clínicas de todo el país. Son el único contacto directo con los pacientes de Covid que están internados, representan la única cara humana que el virus les permite ver. Los asisten a diario, les toman los signos vitales, los higienizan, los medican, los alimentan, los contienen y los cuidan. La exposición para ellas es alta y la carga mental es aún mayor, ya que los hospitales están al tope de pacientes y faltan profesionales en el área. Según datos del Sistema de Información Sanitario Argentino (SISA) en el país hay cerca de 180.000 enfermeros y enfermeras matriculadas trabajando tanto en establecimientos públicos y privados, con y sin internación, como en domicilios. Una tasa de 3.5 enfermeras cada 1.000 habitantes que no alcanza para que se cumpla la sugerencia de la Organización Mundial de la Salud (OMS) de que haya una enfermera por cada médico. La falta de profesionales tiene como principal razón los salarios bajos. Pese a que la mayoría son licenciadas, se las considera como personal administrativo. Para subsistir muchas tienen que tener más de un trabajo y otras, directamente, abandonan el ejercicio. Durante la pandemia el fuerte estrés al que están sometidas produjo una masiva deserción. Al menos 3.000 enfermeras y enfermeros murieron en todo el mundo por el coronavirus, y calculan que en la Ciudad de Buenos Aires fueron casi 40.
Al tope de la demanda
El teléfono de Claudia Ferreyra no para de sonar. Recibe mensajes y llamados a cualquier hora del día. Del otro lado siempre hay una compañera que pide elementos de trabajo, consulta por disponibilidad de camas para derivar algún paciente, cuenta que su hisopado dio positivo o lo difícil que fue su día. Ferreyra es licenciada en enfermería y docente y tiene 47 años. Desde 2010 trabaja en el Hospital Rivadavia, pero desde julio del año pasado se encuentra de licencia porque padece un asma severa. Sin embargo, su casa se volvió un comando de operaciones. Desde allí contiene a sus compañeras, las conecta según las necesidades, las asesora y además habla con los medios para dar a conocer “cómo se está viviendo la crisis sanitaria desde adentro, la que la tele no muestra”. Pasó la mitad de 2020 atendiendo en el hospital: temía por su vida y la de su familia. Dice que se daba cuenta que le costaba respirar con el barbijo, pero se enteró de que su asma se había agravado luego de hacerse estudios en junio. La muerte de su compañero José Aguirre, que tenía patologías previas, la llevó al consultorio de su médico. “Trabajé con él cuando creemos que se enfermó. Los dos higienizamos a un paciente que al día siguiente dio positivo de Covid. Luego se supo que José estaba contagiado. En dos semanas se complicó su cuadro y murió. En el hospital dijeron que era personal de riesgo. Yo quedé muy conmovida y mi familia me exigió que fuera a controlarme el asma. Ahí detectaron que mi cuadro había empeorado”.
Pese a los esfuerzos por ocultarlo del jefe de gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta, los hospitales de la ciudad hoy están en alerta roja. Con un incremento de 3000 contagios diarios, el personal de salud no da abasto, las terapias están casi todas completas y hasta comenzaron a ocuparse las salas destinadas a otras patologías con enfermos de Covid-19. “Estamos atravesando una situación extremadamente caótica en la Ciudad”, aseguró a El Cohete a la Luna la licenciada en Enfermería Elida Chuquiyauri, quien trabaja desde hace 20 años en el servicio de hematología del Hospital Ramos Mejía. “Hoy no importa si sos parte del servicio de terapia; todos atendemos pacientes con Covid. Hay enfermos en casi todos los servicios del hospital. Nos piden las camas, no sabemos dónde meter a los pacientes con otras patologías”, aseguró.
En la misma línea, Héctor Ortiz, delegado de la Asociación de Trabajadores del Estado (ATE) y enfermero del Hospital Durand desde hace más de 35 años, contó que en la terapia los enfermos están compartiendo la boca de oxígeno. “Tenemos en la guardia una pila de pacientes esperando derivación. Hay tres terapias. La más importante de Covid, que tiene 20 camas, está totalmente llena. Una segunda con 10 camas para pacientes graves pasó a ser de Covid y la tercera que tiene capacidad de 16 camas, tiene ocho contagiados. No se pueden abrir más camas porque no hay personal idóneo para hacer esas tareas”. Ortiz explica que si hoy llega un paciente con un infarto, la unidad coronaria que se encarga de este tipo de patología está ocupada por pacientes Covid y debe ser derivado a otro hospital. “Se está dejando de lado la atención de enfermedades más comunes como es un infarto, una fractura o lesiones por un accidente y ya no sabemos a qué hospital mandarlos porque todos están en una situación similar”, explicó el enfermero.
El ministro de Salud porteño, Fernán Quirós, sostuvo esta semana que la ocupación de camas de terapia intensiva en el sector público es del 71,7%. Ese porcentaje nunca es trasladado a un número concreto de camas. Se trata de una maniobra intencional, ya que si las Unidades de Terapia Intensiva (UTI) de los hospitales tienen un promedio de entre 10 y 20 camas (ampliadas con la pandemia), las desocupadas rondan entre las 3 ó 4, y muchas veces no se ocupan porque no hay personal. En tal sentido, Ferreyra explicó que los hospitales de la Ciudad tienen una “capacidad instalada enorme”, pero no se pueden ampliar las terapias porque no hay bocas de oxígeno para respiradores. “La capacidad edilicia del Hospital Rivadavia tranquilamente puede soportar una pandemia. Se podría hacer ahí una unidad de terapia intensiva que tenga 180 camas pero, en cambio, hoy tiene una de 10. Hay dos impedimentos: la falta de bocas de oxígeno para habilitar nuevas camas y la carencia de personal”.
Por su parte, Chuquiyauri evaluó que la situación en el hospital Ramos Mejía es “cuatro veces peor que el año pasado” y expresó que no descarta que llegue un momento “en que el personal de salud tenga que elegir entre quién vive y quién muere”. La integrante de la Asociación de Licenciados en Enfermería opinó que “la gente no toma conciencia que salvar una vida hoy tiene que ver con una persona que te está pidiendo, rogando, que te agarra la mano para que le pases el oxígeno, porque no pueden respirar y tiene mucho dolor”.
El panorama en las clínicas privadas de la Ciudad no es más alentador. El gobierno de Larreta debió prestarle esta semana 50 respiradores que la administración pública local tenía de reserva a clínicas y sanatorios del distrito. Salió a rescatar a los privados, y ante la falta de lugar en terapia habilitó una sala con 20 camas en el Hospital Muñiz para atender a pacientes de prepagas y obras sociales. También ordenó que reprogramen y suspendan por 30 días las cirugías e intervenciones médicas en patologías que no sean de carácter urgente para poder absorber la demanda de los pacientes contagiados de coronavirus.
Últimas a la hora del reconocimiento
La pantalla partida de Canal 13 muestra de un lado, a la conductora Mariana Fabbiani y, del otro, a Elena Amarilla, una enfermera que protesta frente al Hospital de Niños Dr. Ricardo Gutiérrez de la Ciudad de Buenos Aires. “Se quintuplicaron los contagios entre los niños en las últimas semanas”, dice la especialista. Ante el desconcierto de Fabbiani por semejante cifra, la enfermera cuenta que desde hace tres semanas se está pidiendo desde la filial de médicos que “se carguen en el sistema los datos de niños que están en sala, en terapia, y los que vienen en consulta, pero la Ciudad no lo hace”. Y agrega: «No se está queriendo hacer por Larreta. Porque está con ese capricho de que los chicos tengan que ir al colegio». El acto de rebeldía de Larreta de desobedecer al decreto nacional que dictaba el cierre por quince días de las escuelas, y más tarde la orden de la Justicia, estresó aún más a un sistema de salud que ya estaba tensionado y al borde del colapso. Y también a quienes lo componen.
Las enfermeras, que en su mayoría son jefas de hogar, reclaman desde hace años que la Ciudad las reconozca profesionalmente. Con la profundización de la crisis sanitaria volvieron a la calle. Esta semana marcharon hacia el Obelisco y el Ministerio de Salud porteño por esa lucha. En la Ciudad hay dos escalafones para los trabajadores de la salud: el general y el profesional. En el primero están los trabajadores que tienen estudios secundarios o terciarios y en el segundo aquellos que obtuvieron un título universitario. Los licenciados en Enfermería lo tienen pero se los reconoce en el escalafón general y como si realizaran tareas administrativas. Cobran un 30 por ciento menos de sueldo que cualquier otro profesional de la salud. El sueldo básico es de 43.000 pesos. “No importa la formación que tengas o si sos una enfermera que trabaja en terapia intensiva o una ingresante, todas ganamos lo mismo. Sólo varía un poco el salario por la antigüedad”, explicó Chuquiyauri y añadió: “Todas estuvimos mucho tiempo formándonos para atender personas que tienen que ser intubadas, estar en una terapia. Pero consideran que somos administrativas. Nos exigen estudiar, trabajar con pacientes críticos, poner nuestra vida en juego, pero no lo reconocen en nuestro salario”.
Desde que empezó la pandemia renunciaron alrededor de 1.200 enfermeros y enfermeras de los hospitales de la Ciudad. “La exposición es enorme, el trabajo mucho y por poca plata. Muchas se van por miedo a contagiarse o contagiar a su familia”, explicó Ferreyra. Esos puestos de trabajo no se ocupan fácilmente. Según contaron las enfermeras, la Ciudad está ocupándolos con estudiantes de los últimos años de la carrera que no todavía no tienen la capacitación ni la destreza para atender a los pacientes de las terapias y se convierten en una responsabilidad más para las enfermeras a cargo.
Muchas tuvieron que tomarse licencia por ser pacientes de riesgo o por las secuelas psicológicas que les trajo estar en la primera línea en la lucha contra el Covid. “La carga mental sobre nosotras es inmensa. Cada vez que pisás el hospital te estás jugando la vida”, afirmó Ferreyra. En esa misma línea, Chuquiyauri exclamó: “Estamos extenuadas. Desde hace más de un año que no podemos tomarnos vacaciones, el gobierno porteño no nos lo permite, no tenemos francos y trabajamos más de la cuenta haciendo reemplazos y tapando baches. La gente no se da cuenta que cuando se habla del personal de salud que está al frente de esta crisis se habla de las licenciadas en Enfermería, enfermeras asistentes y de los médicos, que en la mayoría son residentes. Nosotras somos las que estamos todo el día ahí, al lado de los pacientes y a las autoridades porteñas no les importa. Pareciera que estamos siendo sacrificadas”.
Gilda Zurita tenía 52 años cuando murió tras esperar 48 horas una cama en terapia intensiva. Ni en el hospital Méndez, ni en el Penna, donde trabajó como enfermera los últimos 13 años de su vida, pudieron darle la atención que necesitaba. La desidia institucional y el menosprecio por la tarea pueden verse en esa última imagen que tomaron de Gilda, en la que está sentada en una silla de ruedas en un pasillo, con una máscara de oxígeno, esperando una cama para ser internada.