Teatro: “Habitación Macbeth” o el cuerpo en fuga
5.9.2021
Por Natalia Torrado
Todos los sábados a las 20:00 h y los domingos a las 19:00 h puede verse en el Centro Cultural de la Cooperación esta obra adaptada de la versión original Macbeth de William Shakespeare, dirigida y actuada por Pompeyo Audivert.
Y el hecho es que nadie, hasta ahora,
ha determinado lo que puede un cuerpo.
Spinoza
Todos los sábados a las 20:00 y los domingos a las 19:00 puede verse en el Centro Cultural de la Cooperación. Habitación Macbeth, adaptada de la versión original Macbeth de William Shakespeare, dirigida y actuada por Pompeyo Audivert.
De lo que se ha comentado y escrito sobre esta obra en los últimos meses, llama la atención el acento que una y otra vez críticos, columnistas de espectáculos y entrevistadores, ponen sobre la cantidad de personajes que Audivert interpreta en escena, haciendo de este aspecto de la puesta su valor principal. Habría entonces que, para hacerle justicia a la especificidad de la obra en cuestión, aclarar dos malos entendidos con respecto tanto al problema de la “cantidad” como al problema de la “interpretación”.
En primer lugar Habitación Macbeth pone en crisis la categoría misma de “personaje”, por lo cual ponerse a contar cuántos de ellos son efectivamente representados en escena y maravillarse porque todos ellos sean “interpretados” por el mismo actor, parece desviar la atención del núcleo verdaderamente revolucionario de la obra. ¿A quién se le ocurriría a esta altura, y conociendo la poética de Pompeyo Audivert, que se trata en este caso de una cuestión de lucimiento personal, de virtuosismo, de alarde actoral? Lo constitutivamente disruptivo de este último trabajo del autor nada tiene que ver una lógica capitalista de ponderación de la cantidad y muchísimo menos con una vocación realista preocupada por que, como se ha leído por allí, cada uno de los personajes sea creíble y se distinga de los otros. Muy por el contrario, si los “personajes” que “interpreta” son tantos, es justamente para remarcar lo absurdo de ambas categorías.
Que el actor no interpreta personajes ya fue dicho por el mismo Audivert en distintas entrevistas y en su libro El piedrazo en el espejo, y principalmente ha sido demostrado por el carácter de todo su trabajo. En el teatro de Pompeyo Audivert el actor, el problema del actor, el actor como problema, viene a hablarnos de otra cosa; y en Habitación Macbeth el actor, como un incapturable, prácticamente nos grita sobre aquello que ni “siete personajes en un cuerpo”, como a la crítica le gusta decir, logran hacer escuchar. ¿De qué se trata aquello a lo que nos resistimos cuando rápidamente sobreimprimimos la lógica acostumbrada del menor costo y el mayor beneficio a un fenómeno cuya naturaleza es irreductible a esa fórmula? ¿No es acaso también la pandemia, especialmente la pandemia, una máquina de producir mayor cantidad a menor costo? ¿Y no debiera una obra como esta inscribir, en este contexto, justamente algo diferente con respecto a esa ecuación? Afortunadamente la crítica y sus adjetivos (tantos los favorables como los desfavorables) no colman el sentido de un acontecimiento artístico.
De cualquier modo, el peligro de neutralizar la potencia libertaria de ese acontecimiento existe y no debe subestimarse. Todos preferiríamos que se tratara de eso, de una exaltación del talento actoral, de una cuestión de destreza, de genialidad, tal como les pedimos a nuestros deportistas, para después poder decir como tanto nos gusta, que tal es “enorme”, que cual es “inmenso”, adhiriendo el discurso (incluso especializado, académico) a los términos de las redes sociales y la publicidad. Todo del orden de lo mismo.
La otra versión del asunto, para los más inquietos, es que la obra constituye “una sesión de espiritismo” o un encuentro con “fantasmas”, abrochando así la cuestión del teatro a la del “más allá”, a esa dimensión que nada tiene que ver con nuestras vidas o con la que, en todo caso, hacemos un renovador contacto esporádicamente, para poder después seguir con nuestras vidas, como si se tratara de una especie de lifting espiritual. De una forma u otra, de lo que nos perdemos es de ser realmente conmovidos por el teatro. Y de que esa conmoción abra preguntas que no nos dejen vivir, preguntas como aguijones: ¿qué es eso? ¿de qué se trata lo sucede en escena? ¿A quién le sucede? ¿qué es lo que puede ese cuerpo? ¿cómo y por qué puede lo que puede? ¿qué es entonces un cuerpo y, entonces, tengo yo uno, soy uno, en qué consiste o consisto? Y si ya no se trata de un cuerpo ¿de qué se trata? Y si ya no es “uno” ¿qué puede un cuerpo, en plural? ¿en qué se convierte? Si nos conmoviéramos, cada quién con sus preguntas abriría vasos comunicantes a otras preguntas y a otros, a algo que nos es “otro”. A insólitas formulaciones e hipótesis disparatadas que sin embargo empatarían lo paranormal del fenómeno que Habitación Macbeth desata. Haríamos del teatro una experiencia al costado de lo normal. Pero no. El mismo acontecimiento que con obsecuencia calificamos de extraordinario, por realmente serlo, debe ser normalizado, y para asimilarlo obturamos rápidamente cualquier capacidad de inventar una pregunta nueva que no exija respuestas inmediatas, o un problema inédito que no requiera una solución definitiva. La lógica de la identidad y la inmediatez (equivalentes en el discurso social a las categorías teatrales de “personaje” e “interpretación”) clausura nuestra curiosidad, nuestro anhelo de algo de otro orden. ¡Justo cuando era esa la aventura a la que Habitación Macbeth nos invitaba! A veces las mejores críticas son un desaire a esa invitación.
Entonces, digámoslo ya, de la puesta lo que importa no son los personajes sino sus condiciones de producción, el procedimiento que los posibilita, la vacilación entre identidades, el parentesco entre unas y otras y, sin embargo y a la vez, la extrañeza y la ajenidad que puede producir un mínimo corrimiento, un “entre” una y la otra, la visibilización de ese entre, el paso de una cualidad a la otra, la puesta en acto de la lógica del no-todo, la puesta en relieve de esa “abertura” como lo propio de la actuación. Lo que Habitación Macbeth viene a poner de manifiesto es mucho más del orden de la cualidad que de la cantidad. Y no de la cualidad clara y distinta de cada personaje, sino del devenir como forma de subsistencia y también de relanzamiento de la vida al borde de la extinción. Un tránsito o trance que se produce en “el” actor y que produce “lo” actor. Porque en esta obra “lo actor” se suelta del actor, “lo actor” se suelta del personaje y se suelta de la actuación, para constituirse ya no en representación de nada sino en pura presencia viva.
No se trata de un fantasma, no se trata de un espíritu, no se trata de un actor dotado (claro que sí, pero no por los motivos que se le adjudican); se trata de una presencia plena y a la vez esquiva que no conviene a nadie. Y que por eso mismo no hablamos de ella. “Lo actor”, cuando se presenta, viene a desmantelar un sistema de representación que con sus nuevas máscaras de lo “multi”, de lo “trans” (mal entendido, es decir, pretendidamente entendido), de lo “diverso”, de lo “plural”, de la “diferencia” y la “inclusión” (también mal entendidas, incluso lógicamente contradictorias), del “simulacro” (como falsa victoria de una posmodernidad despolitizada y politiqueríaizada). “Lo actor” desmantela un sistema de representación que no hace más que seguir reforzando sus mecanismos represivos por la vía del adormecimiento y la imbecilización generalizada.
Todos opinamos, pero nadie pregunta, nadie discute, nadie hipotetiza. Hipótesis y teatro comparten su origen: disponer, poner en relación, conjeturar, componer, probar un “posible”. Habitación Macbeth prueba un posible. Pero no al modo del desafío, de la superación de una prueba por la vía del aumento de cantidad o de destreza, sino más bien por el extremo al que lleva la misma posibilidad de actuar: porque actúa al extremo pone en peligro la actuación misma y allí, y sólo allí, se presenta “lo actor”. Habitación Macbeth se hace cargo del peligro de una época que no advierte o prefiere ignorar su verdadero peligro, o lo desvía hacia zonas dominadas por fuerzas que no le competen (“el virus”, “la pandemia”) sobre las cuales no pude actuar y entonces todo se vuelve responsabilidad de otros, a los que aplaudimos o abucheamos, según decidan a favor o en contra de nuestros más o menos mezquinos intereses personales. Esos otros son padres a los que todavía idolatramos u odiamos. Habitación Macbeth no tiene padres. Y no porque no herede o reniegue de su herencia (teatral), sino porque no funda su destino en ella. Y es feminista por default (que es lo contrario de un feminismo de pacotilla) cuando de entrada le aclara al discurso de poder, de todo y cualquier poder, que “este no es vuestro camino sino nuestro escenario, caballeros” través de las brujas.
Y contrariamente a lo que muchos opinan, Habitación Macbeth es una obra juvenil. No es la apoteosis ni la culminación de nada, ni la síntesis madura de todo lo anterior. No se apoya en garantías o avales previos o externos. Más bien sale como sale un adolescente, que tiene que salir, con lo que tiene, a buscar. Y no puede dársele dinero suficiente o transporte seguro, ni exigírsele lugar de destino u hora de regreso, para que no le pase nada malo. Porque sí, puede pasarle algo malo, muy malo, pero tiene que ir igual. Tiene que hacerlo. Como si ese “acto” intempestivo se constituyera a la vez en un salto de fe. Y no se trata de un gesto regresivo o de rebeldía, no se trata de una inconciencia o un impulso, se trata de una necesidad histórica: entender que después de “tanto” teatro, que en medio de tanto teatro, el teatro tiene que estar dispuesto no sólo a perder, sino a perder lo que más quiere, para vivir. Y no es que la pandemia nos de ocasión de hacer cosas extraordinarias impulsados por la necesidad o el estado de excepción. La necesidad y el estado de excepción también han reforzado la zoncera irresponsable o el temor paralizante. Es que, al contrario, la pandemia nos confronta con la urgencia de perder, aunque no estemos dispuestos a asumirlo. Y entonces los más valientes aceptan que perdieron y se lanzan a la experiencia de la pérdida abjurando de la falsa complacencia de tener donde llegar o a donde volver, y entonces salen de toda y cualquier habitación que los ampare. Porque tienen un propósito que es también una misión colectiva. Porque “lo actor” no es de nadie, siempre está en otra parte, en otra habitación. “…mi oficio es sacarlos de escena, parirlos al otro lado. Ya han estado suficiente tiempo aquí. ¡Fuera de mi escenario!”, dice Macbeth. La potencia de “lo actor”, entonces, no es acumulación de poder (¡cuantos más personajes mejor!¡cuanto más mejor!) porque siempre se sustrae, para desatarse en otro lado. Del otro lado de cualquier lado. “Lo actor” no es otra cosa que sacarse de la escena, una y otra vez, como forma de liberación de una potencia en contra de la maniobra del poder.
Así que no se trata, le pese a quien le pese, de un cuerpo habitado por múltiples identidades: se trata de un cuerpo en fuga. ¿Qué puede un cuerpo? Un cuerpo puede eso en lo que se convierte. Y convertirse es darse vuelta. Perderse acá, cada vez, para salvarse del otro lado, que ya no es la promesa del reino de los cielos, ni un más allá al que acceder por medio del arte como consuelo espiritual, ni la trascendencia de un autor elevado a la categoría de lo clásico. Por el contrario, el más allá es ese cuerpo en fuga que se salva porque es irreductible a un cuerpo físico pero también a un cuerpo tecnológico-virtual. Al monopolio violento de la imagen en la en tiempos de pandemia Habitación Macbeth no responde con la reivindicación de un cuerpo material, romantizado, al que aferrarse para resistir el atropello de la virtualidad. Por el contrario restituye “eso” del cuerpo que lo vuelve un misterio sin soporte, es decir insoportable. Es que esta habitación siempre es otra, por la que pasa un cuerpo cuando escapa de su aniquilación, es decir de su ser “uno”. Y no existen garantías para ese cuerpo que cuanto más se salva más se agota, porque no se trata aquí de la supervivencia, sino de testimoniar una potencia. Para el porvenir. “Hacemos lo que podemos con el cuerpo que tenemos” dice la bruja vieja. Tal vez lo que importa no es “qué” puede un cuerpo sino que un cuerpo “puede”. Y es que a partir de Habitación Macbeth todo el teatro es hoy una imagen detenida e impotente. Reina la cobardía. Habrá que actuar. Habrá que mantenerse “siempre mudo y flotante, amorfo y continuo, crecedor en la noche vaginal corrosiva de este teatro apestoso al que llaman mundo”.