02.09.2024
El puñado de anticuarios que aún persisten en el Mercado de San Telmo, ubicado en Defensa 963, tienen los días contados, ya que están en una situación delicada con los dueños del complejo que, con la anuencia del Gobierno de la Ciudad, van fomentando la instalación y el avance de locales gastronómicos sin identidad barrial –en su mayoría de origen foráneo–, franquicias de hamburgueserías o de dulce de leche atendidas por extranjeros; cafés, negocios de ropa importada y mercadería “trucha”.
El barrio y su mercado asisten a la última etapa del proceso de gentrificación que arrancó hace un par de décadas y se aceleró en estos meses con la desregulación de los alquileres, llevándolos en algunos casos a casi dos millones de pesos por mes.
A sus 72 años y con una discapacidad a cuestas, Betty todavía no encontró un lugar en la zona para poder mudarse. Hace 43 años que vende empanadas y pizzas en Carlos Calvo al 400 y desde hace dos meses tiene orden de desalojo para mañana martes. La desesperación se le entremezcla con la nostalgia de haber visto pasar por delante de sus ojos la historia de San Telmo, hasta su transformación actual en un barrio netamente turístico.
Adrián no estuvo de acuerdo con los dos millones de pesos que le querían cobrar de alquiler y dejó su mítico local del Mercado “Los juguetes de Tati”, una cita obligada para los amantes de la historia argentina contada a través de lo lúdico.
El Viejo Bolívar murió hace una semana y media, unos días después de sacar toda la mercadería del almacén familiar que manejó desde los ’80, lindero a la entrada sobre la calle Defensa. Ya no podía renovar el alquiler. No pudo sobrevivir a la angustia.
Hay algunos anticuarios que todavía sobreviven. Ninguno quiere ser identificado para no sufrir represalias de los dueños del lugar, quienes heredaron esta joya en 1978. Desde mediados de la década pasada comenzaron con un sugestivo método de presión hacia los tradicionales inquilinos: no les renuevan el contrato o piden cifras siderales.
“Así es la economía”, se resigna un hombre, detrás de unos viejos anillos y cadenitas de plata, rodeado de locales de churros, carteras de un dudoso cuero y bijouterie de plástico. “Estamos pagando medio millón de expensas. No tengo ni canilla y nos cobran el agua como si fuera un local gastronómico”, se queja otro.
Otra inquilina denuncia la pérdida patrimonial: “Antes no podías tocar un azulejo. Estaba todo protegido. Ahora ya rompieron las piletas donde los comerciantes lavaban la mercadería que eran históricas, y acaban de cambiar el piso de uno de los pasillos, demuelen los locales y construyen nuevos como si nada. Además hubo varios incendios, cocinan en los túneles coloniales que están debajo y no están acondicionados. Es un desastre lo que están haciendo”.
“El mercado perdió la esencia, perdió todo… Algo tan pintoresco lo tendrían que haber preservado. Es imperdonable que pase esto y encima subsidiado por el Gobierno porteño”, describe Adrián, que debió trasladarse a Estados Unidos 575 con todas sus muñecas, juguetes y juegos de mesa que durante 16 años había ofrecido en el Mercado. Desde julio, el espacio que ocupaba (que llegó a ser retratado por la prensa internacional como un lugar único en la región), fue reemplazado por mesas y sillas, a modo de patio de comidas.
Adrián dice que lo suyo “siempre fue un tema histórico, no tiene nada que ver con lo comercial. Quería que la gente disfrutara lo que tuvimos y cómo jugaban nuestros abuelos”. Al igual que en el mercado, en su nuevo local cada centímetro esconde un tesoro. En los estantes se apilan desde las muñecas negras de porcelana que solía regalar la Fundación Eva Perón, hasta camiones y autos de lata, dispositivos mecánicos a cuerda o “chiches autómatas”, como los llama él. Abundan juguetes nacionales como el Telepibe 13, la mascota que en los 60 tuvo el canal, y otras maravillas de fábricas de antaño que ya dejaron de existir. También hay piezas catalogadas a nivel mundial de principios del siglo pasado.
Cuando Adrián negoció por última vez su alquiler, los dueños le dijeron: “Lo que pasa que vos ves tu local con ojos de sentimiento; nosotros con ojos empresarios”. Ahí entendió que ya había sido vencido por “mates del Once, imanes y bolsas, remeras, gorritas y prendedores de Mafalda”.
“Mi situación no cambió. Tengo fecha para dejar el local el martes. Estoy esperando que el juez conteste una nota que presentamos con mi abogado para que nos dejen estar hasta fin de año pagando un alquiler de más de 500 mil pesos, y las expensas de 200 mil. Si no tengo respuestas el lunes tengo que llevarme las cosas”, detalla Betty. Lejos de derrumbarse, advierte: “Tal vez no me quedaré acá, pero la muestra de amor que me ha dado la gente del barrio, es algo que hay que sentirlo para saber lo que pasa por mí. Nunca creí que fuera tan querida en un lugar. La manera que quieren ayudarme para que me quede… Es algo tan grande que no lo puedo explicar”.
Similares muestras de cariño recibió El Viejo Bolívar, pero post mortem. En un improvisado altar, los vecinos le dejaron flores y prendieron velas. Lo despiden carteles en hojas de papel pegados sobre la cortina metálica donde supo atender: “Hoy es un día triste para los que te conocimos, fiel amigo, compañero de años. El dejar tu lugar de trabajo no lo pudiste soportar, te robaron el corazón”, reza un escrito en memoria de este entrañable uruguayo. La identidad de un barrio la hacen sus lugares, sus vecinos, y también sus comerciantes.
El Mercado de San Telmo fue inaugurado en 1897. En el 2000 lo declararon Monumento Histórico Nacional. Durante décadas, las carnicerías y verdulerías convivieron con la compra y venta de antigüedades. Se convirtió en un ícono de San Telmo que no logró eludir la gentrificación que ya destruyó otras identidades barriales porteñas.
Carla Peralta, docente especializada en este fenómeno urbano, afirma que “San Telmo hoy atraviesa el último tramo de este proceso, que se da por turistificación. El centro de las decisiones políticas se acomodan en torno a estas actividades linkeadas con el mercado inmobiliario y la especulación financiera. Se genera una gran contradicción, porque la gente viene al barrio por su identidad y las costumbres de su población, como el tango, el cafetín, la bohemia, los edificios históricos, pero este proceso termina expulsando a quienes construyeron esa identidad”.